El embajador Benjamín Sumner Welles había desmontado ya su casa en el reparto Barandilla y en el Hotel Nacional de Cuba esperaba el momento de regresar a Washington y reasumir el cargo de secretario de Estado adjunto que desempeñaba en el momento de su nombramiento en La Habana. Podía sentirse satisfecho del cumplimiento de la misión que le había confiado en la Isla el presidente Roosevelt. El 12 de agosto de 1933, tras ocho años de dictadura, el general Gerardo Machado había huido del país, pero la Revolución no llegaba al poder. Una hábil maniobra diplomática que permitió a Welles sentar a la mesa de negociaciones al Gobierno y a la oposición conservadora, concluyó con el arribo a la presidencia de Carlos Manuel de Céspedes, una figura anodina que fue embajador y canciller de Machado. Duraría poco tiempo en el cargo; solo 23 días, pues el 4 de septiembre del propio año era defenestrado por un golpe militar que hizo emerger a la palestra pública a un sargento llamado Batista y rompió la tela de araña injerencista tejida por el embajador.
El 6 de septiembre el depuesto jefe del Ejército, coronel Julio Sanguily, se aloja en el Hotel Nacional. Acaba de ser sometido a una delicada intervención quirúrgica y no encuentra ya en su casa la tranquilidad que exige su convalescencia. Belisario Hernández, un sargento ascendido a capitán y convertido en ayudante del coronel Batista, lo importuna hasta el cansancio, molesta a los que acuden a visitarlo y lo priva del automóvil y de la ayudantía a los que su antiguo cargo le daba derecho. Es entonces que su hijo, July Sanguily, médico del Hotel Nacional, estima que lo más oportuno es que su padre se instale en ese establecimiento hotelero.
Los oficiales, privados de sus mandos, pero no de sus grados, al enterarse de la estancia de Sanguily en el hotel, comienzan a concentrarse en el lobby. Se dice que fue el embajador norteamericano el de la idea de que se alojaran allí, pero eso no ha podido comprobarse. El caso es que aquellos 400 hombres que buscaron refugio en la instalación, convirtieron el Nacional en un cuartel, con cuerpo de guardia, una oficina de información y otra para avisos al exterior. El orden del día se colocaba en la pizarra del lobby y así se daba cuenta de quiénes serían los oficiales superiores de guardia y quiénes los que asumirían el servicio en la planta principal, las terrazas, las azoteas, el almacén… Una guardia especial vigilaba las reservas de agua…
Portan los oficiales sus armas cortas. Dispondrían además de 26 fusiles Springfield con 50 tiros cada uno. Con ametralladoras de mano se resguardarían el lobby y la entrada de servicio de la calle P. Se cree que las armas largas fueron introducidas por familiares o amigos de los oficiales, antes de que los soldados cerraran el cerco completo en torno al hotel, pero algunos son de la opinión de que fueron introducidas por funcionarios de la embajada norteamericana a los que, al igual que a las mujeres, nunca se les negó el acceso. Entre los albergados figuraban los miembros de los equipos de tiro del Ejército y la Marina.
Los oficiales, sin embargo, no las tienen todas consigo. Robert P. Taylor, el gerente del hotel, no los quiere porque no sabe si podrán pagar la estancia. Le aseguran que sí lo harán, ya que entre los más solventes se hizo una ponina. Taylor insiste con su jefe, el presidente de la Manhattan Plaza Hotel Co., que tiene al Nacional bajo contrato de administración. Le dicen que no se preocupe porque todo pasará rápido. El presidente Grau renunciará y Céspedes, que el 4 de septiembre salió de Palacio sin renunciar, se reintegrará a la presidencia. Entonces los oficiales abandonarían el hotel.
No quieren los empleados del Nacional servir a los oficiales y deberán estos asumir la limpieza y la cocina. Los alimentos disponibles, cada vez más escasos, obligan al paso del tiempo a una sola comida diaria. No hay teléfono y se teme que en el momento menos esperado el Gobierno cumpla su promesa de cortar el agua y la luz, mientras que la amenaza del asalto al hotel, lo que ocurrirá al fin el 2 de octubre, pende sobre sus cabezas como una espada de Damocles.
Sumner Welles no esperará tanto. El Nacional ha dejado de ser un sitio plácido y agradable. Ya no es, sobre todo, un sitio seguro. Hace de prisa su equipaje y se instala en el Hotel Presidente, en Calzada esquina a G, también en el Vedado. El general Machado lo inauguró el 28 de diciembre de 1928 cuando abrió su puerta principal con una llave de oro. Es allí donde se desarrolla esta historia.
Miles de personas se congregaron en el Malecón aquel domingo 7 de mayo de 1933 para aguardar la entrada del vapor Petén. En el mástil de la embarcación, con todos los honores, tremolaba la bandera de «embajador a bordo». En efecto, en aquella nave roja y blanca, propiedad de la United Fruit, llegaba a La Habana Benjamín Sumner Welles, el hombre que creyó tener en su cartera el destino de Cuba. El jueves 11 presentaría sus cartas credenciales. Ese día, la guardia presidencial, en sus caballos negros que realzaban las refulgentes corazas de acero y los penachos de amarillo intenso, abría paso al coche del embajador por la Avenida de las Misiones. En el Palacio Presidencial, el general Gerardo Machado lo aguardaba en el fastuoso Salón de los Espejos.
Lo evocaba el periodista Enrique de la Osa: «Le llamaron el mediador. En realidad, enviado del presidente Franklin Delano Roosevelt para imponer su voluntad en la pugna política entre el tirano Machado y la oposición. No logró su objetivo: una inesperada y espontánea huelga nacional, a la par que una sublevación militar, frustró la gestión “mediacionista”. Pero Welles insistió. Impuso al inocuo Carlos Manuel de Céspedes, que fue desplazado por el golpe del 4 de septiembre, apoyado por el Directorio Estudiantil Universitario. Grau San Martín devenía jefe del Estado y el mediador, conspirador. Fracasado en su maniobra anticubana era remplazado por Caffery, no sin que fuera declarado oficialmente «persona no grata».
En una carta histórica, escribía Grau al presidente Roosevelt: «Que gentes extrañas se inmiscuyan en nuestros asuntos internos es cosa que rechaza mi entrañable cubanía».
En el Presidente, el diplomático norteamericano fue víctima de un chantaje. Tenía 42 años de edad entonces, dos matrimonios y dos hijos de su primera relación. Una mañana, cuando salía de su habitación en el séptimo piso, uno de los carpeteros le cortó el paso. «Embajador, le dijo, tengo algo para usted», y le entregó un sobre que contenía ocho ampliaciones fotográficas. Habían logrado fotografiarlo en su propia habitación en compañía de dos o tres apuestos muchachos, todos desnudos y en actitudes comprometedoras. Welles revisó las fotos. Hizo primero una mueca y enseguida comenzó a morderse el labio inferior. Dijo el chantajista que valían 500 dólares. Regresó el diplomático a su habitación, que tenía ventanas hacia la calle Calzada, y volvió con el dinero. Abandonaría el hotel. Pidió que le enviaran un bell boy para que sacara el equipaje. Subió Peter y bajó las maletas. Regresó enseguida a hacer la habitación que quedaba libre. Sacó sábanas y toallas sucias; botellas vacías, y vasos, platos y cubiertos usados. Josefina Yánez, una adolescente que cuidaba al hijo de un matrimonio norteamericano que se alojaba en el mismo piso, que lo veía trajinar, pidió al bell boy que le regalara algunas de las piezas del juego de cubiertos. Primorosos, de plata, con el monograma del hotel grabado en el mango. Lo hizo el muchacho y ella, luego de guardarlos durante 70 años, los obsequió al escribidor, que los conserva.
Fue en julio de 2002 cuando entrevisté a Josefina Yáñez en su casa del reparto Jesús del Monte, detrás de la iglesia de la localidad. Había trabajado como telefonista durante casi cuatro décadas en la Quinta de Dependientes —Hospital Diez de Octubre—. Tenía entonces 85 años de edad y una lucidez aplastante. (Ver: JR, 28/7/2002).
Aunque el escribidor conoce el nombre del chantajista, hermano de un eminente dermatólogo y profesor universitario, prefiere guardar silencio al respecto. Sabe que esta historia no tiene cómo fundamentarse.
El lector debe tener presente, sin embargo, que ya entonces se contaba en Washington que Welles, cuando se emborrachaba, solía extralimitarse con otros hombres y llegar incluso, si le daban entrada, a una relación casual con ellos.
La bomba estalló en 1940 cuando Welles era ya subsecretario de Estado. Regresaba en tren a Washington desde Alabama en compañía de figuras importantes de la política norteamericana cuando, pasado de tragos, se propasó con varios mozos del ferrocarril. El comentario llegó a la Casa Blanca. El presidente Roosevelt pensó que se trataba de una maniobra política y pidió a Hoover, director del FBI, que investigara al personaje. La investigación calzó la veracidad de las acusaciones, pero la cosa quedó en el aire porque, a causa de la grave enfermedad del secretario de Estado, Welles actuaba como el ministro en propiedad.
Mal cariz tomó el asunto cuando los enemigos de Welles filtraron a la prensa el relato del incidente del tren y el resultado de la investigación del FBI. Roosevelt, que era intransigente con los homosexuales, prefirió en este caso proteger a su amigo y consejero. La presión lo obligó a pedirle la renuncia, el 16 de agosto de 1943.
Con el paso de los años, Benjamín Sumner Welles publicó un libro, Hora de decisión, y, aislado y enfermo, sufrió problemas de alcoholismo. En 1952 se casó por tercera vez. Murió en Nueva Jersey, en septiembre de 1961. Por disposición testamentaria su papelería no puede ser consultada.