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La historia de las llamadas gemelas espejo

Teresa Gladys y Teresa Hilda, dos de las llamadas gemelas espejo, dos mujeres que acaban de arribar a la respetable edad de 92 años, cuentan cómo se salvaron de chiripa en una época en la que en Cuba no existían las incubadoras

Autor:

José Aurelio Paz

Una de ellas fue sietemesina. La otra, un milagro.

Antonia, su madre, una campesina de tierra adentro en una finca cercana al batey conocido como La Teresita, en la entonces Camagüey y hoy provincia de Ciego de Ávila, sintió la orden imperativa de la comadrona: «¡Puja fuerte que ya viene!».

Y una criatura pequeñita, como un duende indeciso, sacó la cabeza por esa especie de pequeño horno donde se cuece el amor, y soltó un chillido más bien débil y nada poético para el acontecimiento que era nacer, entonces, en un intrincado lugar y lejos de los hospitales.

Instantes después Antonia expulsó una especie de zurrón sanguinolento que atrajo la atención de Dominga, su madre y su partera a la vez, quien, quitándose un gancho de pelo del moño y por pura curiosidad más que por otra cosa, rasgó aquello y se encontró con la gran sorpresa; una inquieta réplica de la recién nacida, casi cianótica y respirando con dificultad. Otra nieta.

De manera que, en una única cuna, colocaron a las bebés y la abuela, mujer muy dada a la botánica natural de la gente de campo como era costumbre, las arropó, por pura intuición, con algodones y botellas de agua caliente a ver si se salvaban. La noticia, de boca en boca por todo aquel intrincado paraje, atrajo a amigos y curiosos por ver a las «jimaguas», que entre las dos sumaban unas cinco libras y parecían condenadas más a abandonar este mundo que a sobrevivir.

Pero, a los seis meses, eran ya dos robustas hembras atrapadas en una instantánea que data del año 1926 y que aún atesoran, como constancia de aquellos remotos días en que, «con garras y dientes», se aferraba cada una a una teta de su madre, chupándole el aliento y la flor a unos pechos que eran dos jazmines queriendo explotar de ansias, luego de que prendieran su aroma a la pasión de un campesino, de nombre Tomás, quien, a partir de entonces, entendió que el milagro de la vida no solo se daba en la semilla y el surco, y se tuvo que resignar a trabajar solo la tierra, si «el cielo» no le mandó varones sino un racimo de cinco hembras.

Con una risita cómplice y traviesa, al cabo de tanto tiempo, una cuenta: «Fíjate si éramos dos “findinguitos” que el anillo de la abuela nos entraba en la muñeca cual si fuera una esclava». Y su espejo, la otra, agrega: «Cuando a mamá se le secaron los pechos, comenzó a amamantarnos con leche condensada, ¡y mira qué tronco de niñas logró!».

NOVENTA Y DOS DIAMANTES EN LA CORONA

Parecían dos quinceañeras, a punto de hacerse su sesión fotográfica, el día en que nos citamos para conversar de su vida en común. Con un entusiasmo y una ingenuidad increíbles, cual joyas rematando la corona de estos      92 años que cumplieron ayer, me recibieron, alborotadas, con vestidos, abanicos y zapatos combinados sobre la cama, para que las ayudara yo a escoger el ajuar más a tono con cada instantánea, desconociendo ambas el daltonismo que me «adorna».

Y así salimos por el barrio a hacer algunas fotografías donde un arcoíris de concreto, el tramo de la carretera central que se curva sobre la capital avileña, recibe el popular nombre de Los Elevados, mientras les llovían los piropos de curiosos y vecinos: «¡Pero si son como dos gotas de agua! ¡Dios me las bendiga y me les dé mucha salud! ¿Cuántos cumplen? ¿Nos invitarán a la fiesta?». Y ellas, orondas, respondían casi al unísono: «¡92!».

Así las pizpiretas Teresa Gladys (la primera en nacer) y Teresa Hilda (el milagro) Pérez Martín, comenzaron a posar para mi cámara, mientras iban desnudando, ante este conmovido mortal, sus simples vidas que, más allá de buenas hijas, buenas madres y buenas cubanas, no poseen otro mérito que llegar a tal longevidad con la alegría intacta, «a pesar de los lógicos golpes que nos ha dado la vida» —me dice una de las dos y no sé cuál porque, constantemente, se me confunden durante la conversación— en esa «juventud acumulada» que disfrutan, siendo lo que llaman gemelas espejo, según la ciencia, y lo confirman de manera categórica: «¡No podemos vivir la una sin la otra!».

De manera que, para dar credibilidad a esa clasificación científica en que partiendo de que un solo óvulo fecundado por un único espermatozoide que da lugar a un cigoto dividido en dos embriones con idénticos genes, «las muchachitas», más allá del evidente espejo de su sonrisa y el brillo de sus ojos, me descubren otras evidencias: Una tiene una mancha en el pómulo derecho y la otra en el izquierdo. Una es zurda y la otra derecha. Comparten muchas veces angustias comunes si a una de las dos les sucede algo estando lejos. Y como para que no me queden dudas muestran una malformación que tienen ambas, en la primera vértebra del dedo del medio de una de las manos: «Me salió un uñero, de esos que llaman “sietecueros” porque no se curan y hay que operarlos —cuenta Teresa Hilda— y a Gladys le salió otro en el mismo lugar estando lejos. Cuando nos llamamos para contarnos lo que sucedía ¡quedamos pasmadas!».

—¿Y cuál de las dos era la más obediente?, pregunto y responden al unísono:

—¡Yo!

—¿Y cuál la mejor jugadora de Brisca? (porque les encanta jugar a las cartas)

—¡Yo!

—-¿Y cuál la más tramposa?

—¡Ella!

—¿Y cuál la más dominante?

Se miran en complicidad y, con cierta malicia infantil, concluyen inocentemente:

—¡Ninguna de las dos!

Hérmida, una de las hijas de Teresita Hilda y «chaperona» de este encuentro, guiña un ojo y me dice al oído: «Se quieren más entre ellas que a nosotros mismos, sus hijos. Se confabulan cuando hay que tomar una decisión familiar. Guardan secretos entre sí que jamás nos han revelado. ¡Son unas alcahuetas!». 

¿Y EL AMOR?

Ante esta pregunta sus ojos son cuatro luceros sobre un antiguo bohío.

«Fuimos muchachitas de bien, —no me pregunte el lector cuándo habla una y cuando la otra, porque son como una punta de bordado en que se va metiendo la aguja sobre la puntada anterior y se me hizo un nudo de respuestas imposible de desenredar—. Si queríamos ir a un baile, a un guateque como le llamaban, empujábamos a mamá para que le pidiera permiso al “viejo” porque le teníamos mucho respeto. Nos encantaba bailar.

«Primero se enamoró Hilda —cuenta Gladys— y después yo que me hice novia del hermano de su novio, pero no nos casamos el mismo día aunque ese era nuestro sueño...

—¿Y por qué no?

—Se decía que traía mala suerte que dos gemelas hicieran la boda juntas —me aclara Hilda—. Por eso, yo me casé y a la siguiente tarde lo hizo Gladys. Tuvimos matrimonios e hijos muy buenos y hasta los nietos son de bien. Bordamos y tejimos todo el ajuar nuestro y también las canastillas, porque no eran tiempos de estudiar una carrera, pero mamá nos enseñó a tejer y bordar».

Hacen una pausa. Un silencio maridado con ciertas nostalgias y paisajes descoloridos por el tiempo. Vuelven a mirar la foto, se les escapa un suspiro como mismo se les escapan los años y una de ellas comenta: «Nadie daba un céntimo por nosotras. Pero mira qué redonditas estábamos a los seis meses, porque nos salvó el amor familiar».

Hoy Gladys es viuda. Hoy Hilda acaba de celebrar sus bodas de titanio junto a Hipólito; «setenta años no de resistencia, sino de puro amor compartido», afirma. «Cuando él tiene momentos de lucidez —casi me susurra con cierta pena— todavía me regala flores y décimas que él mismo hace».

SUEÑO ANTE EL ESPEJO

Frente a la pregunta de qué significa para ellas ser cubanas, desatan un extraño brillo de cocuyos de monte y responden en la unívoca voz del espejo: «¡Un orgullo!». Y comenta una: «Nosotras tenemos hijos en Estados Unidos. A las dos primero nos negaron la visa una vez y luego nos la dieron. ¡Hasta en eso coincidimos! Nuestros hijos allá nos miman. Son maravillosos. Aquello es muy bonito. Pero, mijito, cuando pasan unas semanas ya queremos volver pa’ lo nuestro porque extrañamos mucho».

—¿Y cuál es el sueño común que les queda por cumplir a los 92 años?

Se miran en silencio como si, en lo más recóndito de sus almas, se estuvieran poniendo de acuerdo. Echan una risita y responden a dúo: —¡Ay, hijo, llegar a los cien años juntas, aunque nos parece difícil pero no imposible!

Me besan de agradecimiento. Las beso de agradecimiento yo. Piden que no me olvide de regalarles una foto, aunque sea una solita para las dos. La puerta se cierra tras de mí con dos manitas, idénticamente iguales, diciéndome adiós, y comienzo a desandar la insalubre rivera de Los Elevados. Atrás no quedan dos mujeres cargadas de dolores y recuerdos. Quedan dos «siamesas de espíritu» por su sentido de lo indivisible; o más exacto aún, dos gardenias que aún se empinan regalándole su indescifrable aroma a la vida.

Teresita Hilda (izquierda) y Teresita Gladys, foto tomada a los seis meses de su nacimiento, luego de haber sido salvadas gracias a la sabiduría campesina de su abuela materna. Foto: Cortesía de las entrevistadas

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