El cuento que hoy presentamos a los lectores obtuvo el Premio de la revista Juventud Técnica en 2009
Durante el crecimiento de los niños, existen tres preguntas que una madre siempre va a esperar y temer con la misma intensidad. La primera indica la pérdida de la inocencia; la segunda anuncia el desarrollo psicológico hacia la madurez sexual. Sin embargo, la tercera, la que aguarda Miriam, es la más difícil de responder, la más intimidante.
Como toda madre soltera, cuya vida gira alrededor de su hijo, a Miriam le gustaría que no terminara de crecer, que siempre fuera igual, esa pequeña criatura necesitada del calor materno. Claro, sabe que sus deseos nunca podrán hacerse realidad, pero ¿qué le cuesta soñar? Después de todo, su niño solo tiene once años. Aún le falta mucho por crecer. Eso es lo que repite diariamente, cual mantra redentor. En las últimas semanas, con menos confianza de la deseada.
Maikel llegó de la escuela, cabizbajo, silencioso. Miriam lo recibió como cada día: un beso, un abrazo cariñoso, pero el niño no la correspondió en igual medida. La madre ahogó un lamento involuntario, su hijo tenía la misma actitud que cuando hizo las primeras dos. Miriam no necesitaba otros indicios. De seguro esa noche, al igual que en las otras ocasiones, justo a la hora de acostarse, Maikel le haría la pregunta.
No le fue difícil rememorar las dos anteriores. El día en que el niño la acusó de mentirosa después de interrogarla sobre los Reyes Magos. Fue un duro golpe para ella. Comprendió que Maikel comenzaba a transitar el camino a la madurez, pero también le dolía verlo perder esa inocencia que tantos adultos envidian sin poder recuperar.
Durante la segunda, su hijo no la culpó, tampoco la criticó. No obstante, luego de la charla, Miriam se ocultó en su cuarto y lloró más que la primera vez. ¿Cómo nacemos? Esa había sido la pregunta para la cual, ella, no estaba del todo preparada. La interrogante tenía decenas de ramificaciones sexuales y todas le hicieron sentir cercano el momento en que su niño la abandonaría por alguna mujerzuela, una que nunca le iba a dar el amor y el cariño propio de las madres.
Pero si aquellas fueron experiencias traumáticas, la de esta noche las hacía parecer simples dudas infantiles.
El resto de la tarde la pasó inquieta, nerviosa. Antes de comer, Maikel miraba la programación infantil. De repente se volteó en su asiento, la llamó. Miriam dejó caer un plato. Los pedazos golpearon sus pies, lanzó un grito. Sin importarle lo ocurrido, Maikel continuó vociferando desde la sala.
—¡Mamá! ¡Mamá! Ven un momento.
—¡Ahora no puedo! —dijo ella agachándose a recoger los añicos—. Después te atiendo, sigue con los muñequitos.
Maikel no volvió a hablarle durante todo el resto de la noche. Fue una cena triste. Miriam tenía tanto miedo de que saliera el tema, que ni siquiera se atrevió a preguntar por la escuela y los próximos exámenes. Al terminar, recogió la vajilla, apresuró el fregado. El niño quiso regresar al televisor, pero ella no aguantaba más. La tensión la iba a matar.
—Maikel, a dormir —dijo con voz temblorosa.
—Pero, mamá, todavía no son las nueve. Yo quiero ver el programa cómico.
La protesta del niño la irritó, le dio fuerzas para imponerse. Ella era la madre, él tendría que hacer lo que ella dijera.
—¡Dije, a dormir! ¡Y no quiero más quejas!
—Está bien, mamá —respondió Maikel resignado—. ¿Me vas a acompañar al cuarto?
Aquello la desarmó por completo.
—Sí, nene —respondió de manera mecánica—, yo voy contigo.
El pasillo hacia las habitaciones nunca le pareció tan grande, sobrecogedor. Al final de aquel camino la aguardaba su mayor temor.
Llegaron al cuarto, lo acostó, lo ayudó a arroparse. Justo cuando se disponía a volver a la sala, Maikel la llamó:
—¡Mamá! ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Sí —con pasos lentos, regresó a la cama para sentarse al lado de su hijo.
—Mamá, ¿es verdad que no somos humanos?
Ahí estaba. Y ahora, ¿qué le iba decir? ¿La verdad? O iba a tratar de mantenerlo engañado.
—¿Quién te dijo eso? —preguntó mientras decidía que responder.
—Un niño de octavo, en la escuela.
—¿Y qué más te dijo ese muchacho?
—Que somos robots —el niño se detuvo a pensar la siguiente palabra—, ¿an-dro-i-des?, IAs. Yo no sabía que era una IA. Entonces, él me contó que es como un programa de computadora, hecho para parecerse a la gente normal. Dice que es parte de una cosa psi-co-so-ci-al, o algo así, de los verdaderos humanos para probar a los adultos. ¿Es verd…?
—¿Tú le creíste? —se apresuró a interrumpirlo Miriam.
Todavía no había analizado todas las opciones posibles, las aristas. Aún no estaba lista para responder la pregunta.
—No sé —dijo Maikel tras pensarlo un poco—. Primero, no, pero después él siguió hablando y me puso un ejemplo: Luisito, el niño que lleva tres años en sexto grado, no es porque sea bruto, es porque sus padres no han podido pasar la prueba que le ponen los humanos de verdad. ¿Cuál es esa prueba, mamá?
Miriam no podía seguir dándole vueltas al asunto. De hecho, la mente de Maikel ya tomaba como ciertos los comentarios escuchados. Pronto comenzaría a centrarse en otras tangentes del problema. ¿Por qué tienen que crecer tan rápido?
—Mamá, ¿cuál es esa prueba? —insistió Maikel.
—Ninguna, mi niñito, ninguna —contestó acariciándole el rostro, mientras lo hacía, presionó ligeramente con el dedo índice el oído de su hijo.
Al momento, un escáner dentro de la cavidad auditiva se activó y al reconocer las huellas dactilares de Miriam, desconectó los controles principales de Maikel. El niño quedó congelado, sus ojos pasaron del común color verde a un rojo titilante. La madre estuvo un rato acariciándolo con ternura.
—Lo siento, Maikel, no pasé la prueba —le dijo en voz baja al tiempo que iba recibiendo en sus receptores internos las nuevas directrices del proyecto—. Aún no estoy lista para verte crecer. Tal vez nunca lo esté.
Miriam dejó de mimar al niño para concentrarse en los informes que le enviaban desde el Centro de Población Mundial. Sí, su caso se acrecentó el número de «madres solteras con negación al crecimiento infantil», ¿y qué? A ella no le importaba que las «Parejas Disfuncionales» tuvieran mejores porcientos, a pesar de producir menores con problemas de adaptación social. A ella le importa Maikel. Comparado con él, ¿qué interés podía tener el experimento? ¿Los «especialistas» del Centro, realmente pensaba que a una madre, incluso siendo una IA, le preocupa cuál sector social es el más capacitado para criar niños? A una madre solo le preocupa su hijo, eso lo sabe cualquiera.
Tras desconectarse de la red, consideró las opciones. Acababa de suspender la prueba de «Madurez Psicológica en Adultos». Se negó al desarrollo del menor, por su culpa Maikel iba a ser llevado a mantenimiento. Luego de borrarle sus últimos recuerdos, el niño repetiría el curso escolar para que Miriam pudiera demostrar ser una madre competente. Eso le daría un año más con el pequeño. Un segundo fracaso y ella también iría a mantenimiento. De no encontrar fallas en la programación, le otorgaban una última oportunidad. Otro año al lado de Maikel.
¿Entonces? Dos años, veinticuatro meses, setecientos treinta días junto a su niñito. ¡Claro que no era suficiente! Pero por el momento, ¿qué más pedir? ¿Quién sabe? Quizás en ese tiempo consiguiera reprogramarse, huir con Maikel. ¿A dónde? No importa, siempre que él esté con ella. Tal vez a un lugar sin preguntas, un sitio donde una madre pueda vivir sabiendo que su hijo no va a crecer… un mundo perfecto.
Eric Flores Taylor (La Habana, 1982) Narrador. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, Mención en el David y premios en los concursos de la revista Juventud Técnica, Oscar Hurtado y Casa Tomada. En 2014 fue el ganador de Pinos Nuevos. Sus relatos han sido recogidos en antologías del cuento cubano