Anna Karenina, en versión musical por el teatro ruso, protagonizó la apertura del XV del Festival Internacional de Teatro de La Habana, mientras la heroína contextualizada en el presente, da vida a otra puesta que hoy ocupa nuestro comentario: Ana en el trópico
La gran dama rusa del siglo XIX, criatura de unos de sus más ilustres novelistas (León Tolstoi), pudiera ser el emblema femenino de la edición XV del Festival Internacional de Teatro de La Habana, correspondiente a 2013.
Anna Karenina, en versión musical por el teatro ruso, protagonizó la apertura del evento, mientras la heroína contextualizada en el presente, dentro del mundo de la inmigración, da vida a otra puesta que hoy ocupa nuestro comentario: Ana en el trópico (Anna in the tropics), del matancero radicado en Estados Unidos, Nilo Cruz, llevada a escena ahora por Carlos Díaz con su Teatro El Público y FUNDarte.
La pieza en cuestión obtuvo nada menos que el premio Pulitzer en 2003, fue estrenada por el New Theatre en Coral Gables y desde entonces representada en inglés, español y otros idiomas.
Una familia de tabaqueros durante 1929, en Tampa (ciudad floridana donde José Martí —evocado en la obra y justo con ese tipo de obreros, recaudó fondos para la guerra que preparaba— recrea la Cuba inolvidable y lejana, pero tan presente, mediante los sueños y la imaginación; contrata un «lector de tabaquería», ese personaje tan entrañable aún hoy entre nosotros, el cual escoge como primer texto precisamente Anna Karenina.
De este modo la trágica fémina y sus colegas van imbricándose en la vida de los hombres y mujeres del siglo XX en la ciudad norteamericana, en sus pequeñas y grandes pasiones, en sus dramas cotidianos, en sus complejos nexos.
La intertextualidad funciona admirablemente: Ana, su esposo, su amante, su hijo, se integran a los nuevos espacios y tiempos, saltan de la lectura impecable del lector Juan Julián y toman nueva vida en el jugador y bebedor Fernando, su esposa Ofelia, sus hijas Marela y Conchita, el «nuevo rico» y pragmático Cheché, Eliades y el joven tabaquero…
Nilo Cruz entrega un relato que hereda la hondura y riqueza sicológicas del hipertexto tolstoiano, también su poesía y capacidad fabuladora, no carente de un cubanísimo sentido del humor que tiene momentos memorables en los personajes femeninos (principalmente Ofelia y Marela), sus mejores cartas, y en pasajes como ese «contrato firmado en un zapato» de Cheché.
Es una pieza, sí, de gran frondosidad verbal, por eso puede resultar a algunos un tanto densa, pero no olvidemos que el teatro ruso del siglo XIX, en el cual tiene su principal referente, detentaba ese tempo, ideal para la maduración del dramatis personae y las circunstancias donde se desarrollan.
Carlos Díaz apuesta, esta vez, por una lectura escénica tradicional, sin los disparos lúdicros y la dinámica que signa la mayoría de sus espectáculos; no gratuitamente dedica su versión al inolvidable Roberto Blanco, un director (Teatro Irrumpe) que hizo de los grandes dramas humanos procedentes de autores clásicos (Chéjov, Lorca, Cervantes, Martí…), en puestas intensas y de altura shakesperiana, toda una poética.
De ahí también el blanco de grandes cortinas que se erigen en majestuoso diseño escenográfico (Manuel Romalde), coronado por unas lámparas chinas que pudieran ser también un guiño a otros de nuestros imprescindibles ancestros.
Y ya que entramos a estos esenciales rubros, habría que referirse también elogiosamente al vestuario (Vladimir Cuenca), enriquecido por sombreros y accesorios (Celia Ledón y Roberto Ramos Mori) que arman una exquisita y precisa ambientación, ayudada por la música original de Ulises Hernández, la cual incorpora, muy oportunamente, canciones del patrimonio nuestro, algunas en la voz cálida de una de sus decanas, Miriam Ramos.
Nos referíamos al homenaje que Díaz tributa a Roberto Blanco, y también a ello se suma, indudablemente, una de sus musas: Lily Rentería, en el rol de la soñadora y etérea Conchita, quien hace más de 30 años trabajara más de una vez con el maestro (Mariana), y se perfilara desde muy joven como una muy completa actriz, reafirma que los años han añadido solidez y entereza a su labor.
Otro gran rencuentro lo propició Mabel Roch (Ofelia) derrochando simpatía, cubanidad, gracejo. La Roch, quien también había ofrecido hace varios lustros credenciales de fuerza histriónica, transmite toda la reciedumbre de un carácter que emblematiza no pocas virtudes de la mujer criolla, donde quiera que esté.
Carlos Miguel Caballero (Verde Verde) pudiera, sin embargo, conferirle mayores convicción y energía a un personaje que, por sus enveses y reveses, requiere un despliegue superior.
Nuestros paisanos Alexis Díaz de Villega, Fernando Hechavarría y Osvaldo Doimeadiós regalan una vez más el virtuosismo y la ductilidad que generalmente caracterizan sus desempeños. No desentonan los jóvenes Yanier Palmero y Clara de la Caridad González, si bien recomendaría a esta última, de saludable expresividad, un poco de contención en ciertos pasajes.
Ana en el trópico es ya, y por varias razones, un verdadero suceso que trasciende incluso el marco en que se inserta (el flamante festival de teatro) para inscribirse en los hitos, esos gestos culturales que, como los antiguos, renovados y en definitiva eternos personajes de tales historias, siguen soñando y prolongando la nación desde el territorio de la poesía y los sueños.