Un intenso camino de altos y bajos, polémicas y prestigio han marcado los pasos de una de las revistas científicas más famosas del mundo. Cuando se cumplen sus 149 años, Juventud Rebelde repasa momentos cumbres de la publicación
Corría el siglo XIX, siglo de Freud, de los Curie, Lister, Darwin, Pasteur… de fe en el progreso y el conocimiento. Todavía creía el mundo que todo acertijo humano que apareciera por el horizonte hallaría la mano encendida del conocimiento y los hombres ilustres de la ciencia. No había aún bomba de Hiroshima que atomizara la fe, las artes, los espíritus, el todo.
En ese fervor de utopía progresista nació la revista Nature. Pero insertada en el contexto de una época victoriana del Reino Unido en que hallar espacio para el debate entre científicos, y más todavía, para llevar a las grandes masas sus avances, era casi nulo más allá de la Royal Society.
Surgió el 4 de noviembre de 1869, gracias a Joseph Norman Lockyer, astrónomo inglés descubridor del gas helio. ¿El objetivo?, publicar solo aquellos estudios que resultaran rigurosamente probados y llevar lo mejor de la ciencia al gremio de especialistas pero sin centrarse en una sola área.
¿La frecuencia?, semanal, un verdadero reto para mantener la excelencia. Acababa de echar a andar el destino de la que sería una de las revistas científicas más prestigiosas de la historia. Pero también, polémica…
Aquel 4 de noviembre, uno de los artículos publicados en el primer número hacía una reseña con tintes aún cuasiliterarios de un reciente eclipse de sol. Y lo cierto es que en poco tiempo Nature se convertiría en una especie de pequeño astro solar para la ciencia y su divulgación.
Década tras década, el impacto de su selección editorial creció hasta convertirse en un verdadero canon de lo más relevante de los avances científicos. Para la segunda mitad del siglo XX, el alcance de un diseño de portada a la altura del prestigio ganado llevó a la publicación a catapultarse a un éxito rotundo.
Tal vez una de sus mayores fortalezas haya sido ser igualmente reconocida como una voz autorizada tanto por los especialistas, que cada vez más deseaban publicar sus estudios en las páginas de Nature, como para los lectores, que buscaban en su selección de publicaciones el más veraz reflejo de lo mejor del desarrollo del conocimiento humano.
Otro de sus puntos fuertes ha sido el complejo mecanismo de prueba para los estudios que se deciden publicar, que incluso ha generado varios mitos. Se cree, por ejemplo, que el equipo editorial de Nature prácticamente reproduce muchos de los estudios ni se ha interesado por comprobar sus resultados.
Lo que sí es conocido es que sus filtros de veracidad son bastante rigurosos, y comparado con el de otras revistas, el registro de publicaciones tergiversadas o fraudulentas es casi inexistente.
A lo largo de su existencia Nature ha dado la primera voz con avances tan relevantes como el descubrimiento de la estructura del ADN en doble hélice por James Watson y Francis Crick en 1953; el hallazgo del primer planeta extrasolar 51 Pegasi b por Mayor y Queloz en 1995; el primer mamífero clonado a partir de una célula adulta de la historia, la famosa oveja Dolly, en febrero de 1997; la secuenciación definitiva del genoma humano con una fiabilidad del 99,9 por ciento, gracias al Proyecto Genoma Humano en 2001; la reflexión sobre el desastre nuclear de la central de Fukushima Dalichi en marzo de 2011; y algunos tan recientes en su relevancia como el llamado número de la Guía de supervivencia para el mundo posKyoto, en referencia al famoso protocolo firmado contra el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Con semejante trayectoria, no es extraño que la revista se haya convertido en un referente para la comunidad científica. Pero, ciertamente, seríamos ingenuos si no recordáramos las manchas del sol, y sus amenazas.
A lo largo de sus casi 150 años, la revista reina de las ciencias —junto a Science, su gran hermana rival— ha tenido más de un momento de sofoco y polémica que entinta de varios tonos su historia. Curiosamente, los casos más fuertes de crítica han salido a la luz en años recientes. O tal vez, son los que han llegado a la vox populi gracias a la revolución de los medios de esta época.
El llamado caso de las estatuas racistas tuvo lugar en años de escaladas de crímenes de odio en Estados Unidos, y la imagen de la revista quedó bastante afectada.
La retirada de la estatua del general confederado Robert Lee por sus posiciones de odio por color de piel, que terminara con el asesinato de una mujer que participaba en una marcha antirracista, generó un debate sobre qué hacer con las estatuas erigidas en honor de personajes abiertamente racistas, incluidas las de personalidades de las ciencias que llegaron a practicar experimentos en personas de piel negra.
Dos personajes controvertidos centraron las críticas a la revista por defender sus aportes: James Marion Sims, cuya estatua en Central Park de Nueva York fue pintarrajeada con la palabra «racista», y el médico Thomas Parran, máxima autoridad del Servicio de Salud Pública de EE. UU. entre 1936 y 1948.
Con carreras y aportes más que reconocidos durante años en EE. UU., ambos científicos se valieron de experimentos realizados sin el consentimiento de los implicados. En el caso de Sims, realizó cirugías a mujeres esclavas a mediados del siglo XIX, mientras que Parran supervisó varios experimentos con sífilis sobre hombres negros, a la manera en que se usa un animal de estudio.
Al surgir la polémica, un editorial de la revista encendió más aún la opinión pública, al defender y justificar en cierta medida a Sims cuando asegura que «estaba lejos de ser el único médico que experimentó con esclavos en 1849», y al afirmar que «sus logros salvaron las vidas de mujeres blancas y negras».
El editorial terminaba por preguntarse si estos personajes debían «ser juzgados por sus logros más que por las normas modernas».
Sin duda en el tema de opiniones que afectaron la imagen de la publicación, Nature tuvo una gran batalla que librar cuando en 2013 Randy Schekman, Nobel de Medicina, decidió levantar un debate contra las revistas científicas más famosas afirmando descarnadamente que «hacen daño a la ciencia».
El biólogo de la Universidad de Berkeley arremetió contra el trabajo que hacen las revistas científicas tradicionales en una columna que publicó en el diario británico The Guardian, en la que aseguraba que estos medios funcionan como las grandes marcas del mundo de la moda, una verdadera tiranía en el dominio de los criterios.
«Las mayores recompensas a menudo son para los trabajos más llamativos, no para los mejores. Se supone que estas publicaciones de lujo son el paradigma de la calidad, que publican solo los mejores trabajos de investigación… Pero la reputación de las grandes revistas solo está garantizada hasta cierto punto», dijo Schekman.
Apenas un día antes de recibir la medalla Nobel, el biólogo declaraba que las revistas Science, Cell, Nature, y otras de su tipo, hacían del criterio de lo atractivo el requisito imprescindible, en detrimento de los verdaderos aportes.
Para rematar la reputación de los medios más famosos en el sector, el Nobel reconocía que no publicar en esas revistas puede ser un problema para muchos científicos que necesitan de ese medio para tener becas y proyectos, y terminaba por llamar a sus colegas y a las universidades a boicotear este tipo de publicaciones en un tono de tintes revolucionarios: «La ciencia debe romper la tiranía de las revistas de lujo».
Para el debate, la revista, como tiene por costumbre, respondió con un editorial en que el director de Nature, Philip Campbell, defendió que el apoyo recibido por parte de los autores de investigaciones y críticos durante más de 140 años validaba su labor prociencia.
Con tales luces y sombras, lo que nos queda en una fecha de cumpleaños es acaso apegarnos a lo logrado por un grande como Nature, y cuidarnos de las amenazas de la sobredimensión, apostando por otras publicaciones como fuentes. Mientras, por qué no soplar las 149 velitas de Nature.