Una historia de amor, polémicas sobre injusticias, y sí, hasta una huella cubana hubo en los premios
Aunque los anuncios ya dejaron el aire de la opinión pública, los Nobel motivan a desentrañar los secretos e historias detrás del afamado lauro, y como siempre, tras la maquinaria cultural que es un galardón de prestigio se descubren tanto tramas humanas como investigativas, polémicas éticas y otros mil interesantes enredos.
Apenas a sus 33 años, Alfred Nobel ya poseía varias fábricas de explosivos y se dedicaba a estudiar las propiedades de la nitroglicerina, con el propósito de atenuar su sensibilidad para lograr su uso en forma pura.
La experimentación con químicos combustibles de la mano del emprendimiento le venían en sangre, en una familia que desde el bisabuelo —profesor titular universitario— se decidió por este camino científico e innovador.
La nitroglicerina había sido descubierta en 1846 y años más tarde, Nobel, afectado por las explosiones en sus instalaciones y en su propio laboratorio, emprendió a ensayar con diversas sustancias para conocer cuáles podían funcionar como atenuantes del químico.
Para el año 1867 Nobel notó que la tierra de infusorios o trípoli ofrecía la propiedad de ser muy absorbente, lo que daba paso a una nueva mezcla, que hacía menos peligroso su manejo. Acababa de descubrir la dinamita, con lo que se convertía en el creador de la moderna pirotecnia.
Con este boom, se introdujo la dinamita en Europa y Estados Unidos, pero Nobel no fue saciado con tan «poco», creó la gelatina explosiva, obtuvo la patente de un freno automático y de una caldera antiexplosiva, perfeccionó la concentración de ácido sulfúrico y de aparatos vaporizadores y congeladores, encaminó sus esfuerzos a hallar medios modernos que permitieran la refinación del hierro de fundición y además, dio con un método para la destilación continua del petróleo, aportado en 1884, con el que estableció los fundamentos de la industria petrolera rusa, y amasó una fortuna que no sabía en qué gastar.
Bertha von Suttner, la mano detrás de la inspiración de los premios, recibió ella misma el de la Paz en 1905, por una vida entregada al antibelicismo.
Para 1891 el explosivo Nobel poseía una carrera consumada como empresario e innovador, y un patrimonio «de película». Aunque era dueño de dos estancias principales, durante los inviernos permanecía en la ciudad de San Remo, y esto lo acercaría a una mujer con otra consumada carrera, cuyo nombre está ligado al surgimiento de los premios, una literata pacifista: la baronesa de von Suttner, Bertha Kinsky, renombrada escritora austríaca, quien sería el único amor conocido en la vida del innovador.
Los últimos años de su vida estuvieron marcados por la influencia de las lecturas e idea humanistas y antibelicistas de la baronesa, y llevaron a Nobel a reflexionar sobre el impacto de su obra científica en el campo armamentista. De ese modo, un año antes de su fallecimiento, el 27 de noviembre de 1895, Nobel sacaría una raíz fructuosa de sus remordimientos, cuando escribió el testamento que legaría al mundo de los aportes humanos una tradición tan notable como los premios que hoy conocemos.
Nacían los galardones para los cinco apartados iniciales: Medicina, Paz, Literatura, Física y Química. A los que, años más tarde, el Banco de Suecia añadiría, con aporte de sus propios fondos, el premio al aporte en Economía.
Algo más de 30 millones de coronas suecas fueron destinadas a la creación de la Fundación Alfred Nobel, encargada de gestionar las candidaturas y los reconocimientos, con apoyo de comités creados con este fin especial en la Academia Sueca de Ciencias y los cerca de 6 000 expertos que cada año nominan los aportes que se han destacado para el bienestar de la humanidad.
Como todo lo que no es inmóvil genera crítica y polémica, la entrega de reconocimientos siempre va a estar rodeada de guerras de opinión, y con este prestigioso lauro la regla se cumple. En especial, históricamente ha sido el premio de la paz el más controversial, sin embargo, el mundo científico no ha estado exento del debate.
Una de las deudas históricas en los premios científicos que se repite en los análisis gira en torno a la vieja rivalidad Edison-Tesla. Hay un mito alrededor de la figura de Nikola Tesla que afirma que se le concedió el premio Nobel de Física en 1915 junto a Thomas Alva Edison, pero que lo rechazó por su manifiesta enemistad. Sin embargo, los archivos históricos sobre los premios Nobel afirman que Tesla solo recibió una única nominación para el Premio Nobel de Física y fue para el de 1937, y se cree que la academia simplemente estaba deslumbrada por la figura de Edison en detrimento del entonces poco conocido Nikola Tesla. Así nacía una de las mayores críticas a la historia del lauro.
Rosalind Franklin, la llamada descubridora secreta del ADN, es otro de los nombres en la lista de deudas Nobel. Sus aportes en este campo tampoco fueron justamente reconocidos, y los ganadores del lauro serían, cuatro años después de su muerte, en 1962, Crick, Watson y Wilkins, sus colegas de equipo.
Otros nombres que se suelen mencionar como olvidados por la historia del galardón son los de Mendeleyev, a quien agradecemos la tabla periódica; Douglas Prasher, a quien se suele llamar el camionero-científico, ya que tuvo que abandonar su corta y brillante carrera por problemas económicos, fue genial miembro del equipo descubridor de la proteína GFP y también obviado al reconocerse ese aporte. Y la lista podría seguir con el genetista Oswald Avery, Lise Meitner, descubridora de la fisión nuclear; Julius Lilienfeld, creador del transistor; George Zweig, codescubridor de los quarks... O Barbara McClintock, quien finalmente fue premiada en 1983, tras años de críticas a la Academia por ignorarla.
Los lauros a supuestos aportes que en realidad se idearon con un mal fin o que fueron usados para causar daño son acaso las polémicas más sonadas en la historia de los Nobel de ciencias.
Por ejemplo, R. A. Millikan, el investigador que midió la carga del electrón en el famoso experimento de Millikan, admitió que sesgó los datos de sus mediciones. Y sin embargo, fue recompensado. Muy discutido ha sido también el caso de Arno Penzias y Robert Woodrow Wilson, quienes ganaron el premio de física por descubrir la radiación cósmica de fondo y su inevitable huella del Big Bang; sin embargo, no se tuvo en cuenta que los autores pensaban al principio que el ruido se debía a los restos de deposiciones de pájaros en la antena y que su hallazgo fue más bien casual en comparación con la obra de Robert Henry Dicke, un investigador con un laboratorio que buscaba justo lo que Penzias y Wilson encontraron como por accidente.
Antony Hewish, quien fue laureado por su trabajo con los púlsares, se había apropiado del trabajo de su estudiante Jocelyn Bell, lo que fue descubierto luego de otorgársele el premio, mientras A. Egas Moniz recibió el afamado galardón nada menos que por inventar el procedimiento de lobotomía, una terapia que se aconsejaba en ciertas sicosis pero que en realidad consiste en intervenir el cerebro de una persona, extirpando parte de su tejido y causándole un estado casi vegetativo.
Otro caso triste es el de F. Haber, quien recibió el premio Nobel por su elocuente trabajo sobre el amoniaco y su uso agronómico, y desarrolló una «obra» muy relacionada con los letales gases de exterminio que él mismo diseñó y supervisó durante la I Guerra Mundial.
Ningún cubano, hasta el presente, ha sido reconocido con alguno de esos premios, pero seis de nuestros compatriotas, a lo largo de casi un siglo, han sido nominados para los premios de Fisiología o Medicina, Literatura y la Paz, son ellos en orden cronológico: el bacteriólogo Arístides Agramonte Simoni (1868-1931); el descubridor de la teoría de transmisión de la fiebre amarilla, Carlos J. Finlay Barrés (1833-1925); el cardiólogo Agustín W. Castellanos González (1902-), el radiólogo Raúl A. Pereira Valdés, y el archiconocido autor literario Alejo Carpentier Valmont.