Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Con el desafío del tiempo

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

 

 

En una extensa entrevista que terminó en un libro fulgurante, La secretaria de la República, Conchita Fernández, amiga y secretaria del Gobierno revolucionario, le contó al periodista y diplomático cubano Pedro Prada que, en aquellos primeros días de 1959, Fidel parecía perturbado por la atención que provocaba su presencia en los lugares más disímiles.

El mayor asombro, confesó Conchita, era cuando llegaba a un lugar por un motivo privado, como lo haría cualquier persona común que decidiera llegar a un bar a tomarse un café. Era el momento en que las miradas se fijaban en él y todos se acercaban a saludarlo o, simplemente, se creaba una multitud que cambiaba por completo la intimidad del lugar y el sentido de la visita.

Después de salir de una de aquellas concentraciones espontáneas, Fidel se preguntó si algún día podría pararse en una esquina con sus hijos o sus nietos sin que nadie reparara en él. Conchita sonrió y consciente de la leyenda que tenía delante dijo: «No, Fidel. Ya nunca más».

A esa anécdota pudieran seguirle otras similares; sin embargo, todas pudieran tener en común el sentido de devolver al ser humano que estaba detrás del hombre, que se convirtió en una de las personalidades emblemáticas del siglo XX.

Pese a su partida física, Fidel cumple 99 años y con ese onomástico se inicia el camino a su centenario. Será un largo período de recordaciones y análisis, en el que se dirá mucho; pero en el cual será difícil abarcarlo todo.

En ese ciclo surgirán muchas preguntas; pero, a nuestro juicio, habrá una imprescindible: ¿quién es Fidel? Y decimos imprescindible por una razón: porque esa interrogante supone ubicar al líder cubano ante el mayor desafío que su figura tiene por delante: el desafío del tiempo.

En mayor o menor medida, las grandes personalidades han tenido por delante el peligro de caer en el olvido o que su pensamiento y obra se desdibujen al punto de desvirtuar las esencias de su legado, incluso por aquellos que respaldan sus ideas.

Visto en perspectiva, José Martí transitó por un espacio similar. A su muerte prematura, le siguió un tiempo en el que numerosos cubanos, especialmente una nueva generación, debieron rencontrarse con su figura y, en muchos casos,
hasta descubrirlo. De ese acercamiento surgió la acción en ideas y en hechos.

De seguro, hoy muchos jóvenes se preguntan quién es Fidel. Y es lógico. Sus vivencias no son las del contacto que el Comandante protagonizó durante décadas, y donde se creó ese vínculo natural y que ha constituido uno de los pilares de la Revolución: la unidad entre el pueblo y su Gobierno.

En esos intercambios, donde el peso ético de la moral y las ideas desempeñaban un papel primordial, él aparecía sin anuncios y comenzaba a hablar como un compañero más, se compartía, se interpelaba, se planteaban problemas, angustias, se hablaba de proyectos y de lo que estaba bien o mal en la zona, en el trabajo o en el país. 

De ese tipo de relación se afianzó una manera de identificarlo.
No presidente, no Castro. Tal vez Comandante o jefe. Quizá el de padre; pero el calificativo que siempre estuvo presente fue uno: Fidel. Era una designación que no apareció por decreto, sino que surgió del cariño, del ejemplo personal y de la coherencia entre el decir y el hacer. 

Uno de los grandes peligros sería perderlo diciendo en abstracto que lo tenemos presente. El de enclaustrar su pensamiento en dogmas y dejarnos llevar por formalidades que terminan en hipocresías.

De ese molde saldría un Fidel vacío, alejado por completo del Fidel real; muy funcional a las burocracias y con la imagen que pretenden imponer los enemigos de la Revolución. Solo que, frente a ese veneno, hay un antídoto. Y es, como en Martí, su propia obra y ejemplo. Vayamos a ellos.

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