Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cuando se besa la eternidad

Autor:

Yuniel Labacena Romero

Era septiembre de 2024. El viento fresco acariciaba el rostro de un grupo de jóvenes latinoamericanos. Entre risas nerviosas y miradas asombradas, contemplábamos la silueta de la Gran Muralla de Juyongguan, situada en un valle rodeado de montañas. Para mí, un cubano «acostumbrado» a alturas como la del Pico Turquino, en plena Sierra Maestra, aquella inmensidad de piedras y leyendas era algo distinto por completo. No era solo una maravilla. Era un desafío. 

«¡Tengan cuidado!», advirtió nuestra guía china, mientras señalaba los escalones irregulares que parecían fundirse con el horizonte. «¡Vamos, que todos podemos!», corearon los integrantes de esta expedición, mezclando español, inglés y ese ánimo contagioso que solo los latinos sabemos dar a las aventuras. Y así, entre alientos, comenzamos el ascenso de este tramo en el distrito de Changping, en Beijing.

Cada piedra contaba una historia milenaria. La Muralla, esa cicatriz de dragón que atraviesa montañas y desiertos, no era solo un monumento: era un susurro de emperadores, soldados y obreros cuyo sudor y sacrificio quedaron grabados en sus muros. Mis profes,
en sus clases de Historia, la describían con pasión, pero ninguna lección se comparaba con sentir su rugosidad, con ver cómo las nubes jugueteaban entre sus 14 torres de vigilancia.

Declarada Patrimonio de la Humanidad en 1987 y una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno desde 2007, es una obra de ingeniería de siglos. Y allí estábamos nosotros, un grupo de latinoamericanos (tres cubanos), pisando sus ásperos bloques, mientras una emoción profunda —casi un nudo en la garganta— nos recordaba que tocábamos una de las hazañas más colosales del planeta.

No era una postal, ni un documental: era la misma piedra testigo de imperios y batallas. Algunas, incluso, marcadas con inscripciones antiguas, guardaban el secreto de su resistencia. ¿Cuántas manos trabajaron aquí? La tradición dice que la muralla se construyó con sudor, sangre y hasta huesos, pero el día de nuestra visita solo se veía belleza, una belleza-puente que une a viajeros de todo el mundo.

«¿Saben ustedes que Fidel es el mandatario extranjero que más alto ha subido aquí?», comenté a algunos de mis compañeros mientras descansábamos en una de las torres. Sus ojos brillaron. No era solo una curiosidad histórica, era un símbolo de esos lazos invisibles que unen a Cuba con esa tierra lejana. Y nuestra guía china lo confirmó también: «Sí, en 1995. Llegó hasta la sección de Badaling. Es un símbolo de la amistad entre China y Cuba».

Aquel dato me llenó de orgullo. Imaginar al Comandante en Jefe, con su paso firme y su mirada clara de siempre, conquistando estos muros, añadió una capa de amor propio a mi recorrido. «Aquí también hay un pedacito de mi patria», pensé, mientras la guía —con genuino respeto— recordaba la visita como un gesto de amistad entre pueblos, como esas relaciones que ya cumplen 65 años.

El último tramo fue el más difícil. Las piernas ardían, el aire escaseaba, pero los cosquilleos y los ¡Vamos! no cesaban, incluso de quienes ya bajaban con su medalla colgada en el cuello como vencedores. Cuando finalmente alcanzamos la cima, el silencio nos envolvió. Ante nosotros, la Muralla se extendía como un dragón dormido, como muchos la llaman, majestuoso, eterno. No había palabras. Solo el viento, las piedras y el corazón latiendo fuerte, sabiendo que estábamos tocando una leyenda.

Bajamos cerca del mediodía, con las cámaras llenas de fotos y recuerdos. La muralla no era solo un sitio turístico; era un sueño cumplido, un reto superado, un puente entre Cuba y China, entre el pasado y el presente. Y en medio de todo, aquellas voces seguían resonando: ¡Vamos, que tú puedes! Porque al final, como la propia Muralla, algunos caminos se recorren mejor cuando no se está solo.

Al despedirme, volví la vista atrás. La muralla se perdía en el horizonte, infinita, eterna. Era un suspiro de la historia, un recordatorio de que lo imposible puede volverse tangible, si hay voluntad. Y en ese instante, con los pies cansados pero el corazón ligero, supe que había acariciado algo más que piedra: había tocado la eternidad.

Por eso, caminar por sus escalones desiguales, desgastados por millones de pies antes que los míos, era como recorrer las páginas de un libro de piedra. Cada tramo contaba algo: un soldado de la dinastía Ming vigilaba el horizonte; allá, un obrero —acaso forzado, acaso orgulloso— apilaba ladrillos bajo el sol inclemente. La muralla vibra con el viento. Ella habla con el eco de los que la construyeron, de quienes la defendieron y, ahora, la admiran.

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