«Este pueblo merece un soberbio monumento por su firmeza y heroísmo puestos a prueba ante las más difíciles circunstancias», dijo convencido uno de los delegados en la sesión plenaria del 10mo. congreso de la Uneac en noviembre del año pasado. Pero, sin restarle valor a tan oportuno planteamiento, a fuerza de ser sinceros, quien primero planteó esa idea merecida y ganada con creces fue Fidel, cuando alertó que «algún día habrá que levantarle un monumento al pueblo cubano».
¿Quién puede dudar de la transparencia y sinceridad de esas palabras? Cada año la historia patria va dejando huellas simbólicas y prácticas que forman, en esencia, el carácter de la nación. Y es que en Cuba la lucha por defender nuestros principios está intrínsecamente ligada al pueblo.
Sobreponernos a todos los «demonios» surgidos dentro y fuera de este pedazo de archipiélago ha demandado siempre grandes sacrificios. A fin de cuenta, ser hereje en un mundo lleno de rostros complacientes impone el alto precio de la resistencia y la lealtad.
Sin embargo, nadie, absolutamente nadie, es hereje por moda. La moda, bien sabemos, resulta pasajera, efímera, mientras que la irreverencia nace y se forma en la conciencia de la gente. ¿Qué Revolución pudiera sostenerse más de 65 años sin la voluntad y la épica de su pueblo?
Todas las reservas posibles del proyecto humanista a lo largo de nuestra historia están ahí, en el corazón y el actuar de quienes se reinventan. Por eso resistir no puede ser jamás una palabra subvalorada o discursivamente trillada, más cuando hablamos de un país al que el imperio moderno continúa sometiendo a la estrangulación económica, la guerra «suave», que poco tiene de suave.
Las limitantes nunca han supuesto para nosotros hincar las rodillas, incluso ni en los momentos cuando hemos estado entre la espada y la pared. Justo ahí radica el gran significado de la Revolución Cubana y su «error» imperdonable frente a quien pretende implementar la ley del más fuerte.
De alguna forma siempre nos la hemos arreglado en la lucha diaria, sobreponiéndonos a las carencias materiales de todo tipo, a las dificultades y los problemas para permanecer de la forma más digna posible. ¿Qué otra nación pudiera continuar segura su camino ante la prepotencia obcecada sin la hidalguía del pueblo?
La atemporalidad del mito revolucionario descansa entonces en las calles, en la «pelea» tan cotidiana que da el cubano. Especialmente duros han sido estos últimos años, los que muchas personas solo comparan con etapas de definiciones, como las vividas en aquella década de 1990.
Cuando el nudo de la soga aprieta más queda al descubierto, aunque sea en una mínima expresión, la fibra de la que está hecho cada cual. Como dijera el Comandante en Jefe, Fidel Castro Ruz, «en los tiempos difíciles el número de vacilantes aumenta (…)».
Frente a quienes se apartan, abandonan el barco o, sencillamente, buscan afuera alternativas de crecimiento económico, totalmente lícitas, está una mayoría que apuesta por devolver esperanzas, sueña, lucha a ultranza para salir adelante y resiste reinventándose a cada hora.
Hace algunas jornadas veía en las redes sociales digitales un curioso listado sobre las revoluciones que «cambiaron el mundo». Y entre los grandes sucesos que han marcado a la humanidad se encuentra la epopeya cubana triunfante del 1ro. de enero de 1959.
Pero si nuestro proyecto humanista permanece vital todavía, irradiante en la historia luego de 66 años, no ha sido solo por los hombres y mujeres que lo forjaron bajo el poder de las ideas en la primera línea de combate, sino también gracias a la voluntad y entereza desplegada por este pueblo para sostener con heroísmo esos mismos principios de justicia.
El monumento moral y gigantesco de la Revolución tiene nombre y apellidos y está cimentado con la vergüenza y el actuar persistente de los cubanos.