Aun cuando vivo a cientos de kilómetros de la avenida Patria, en Santiago de Cuba, cierro los ojos y puedo describir en mi mente cada esquina, los portales y rostros que habitan a uno u otro lado de la rectilínea arteria. Cómo no conocerla al dedillo, si en cada visita a la heroica ciudad resulta el primer acertijo que tomo, al igual que miles de cubanos, rumbo al cementerio patrimonial Santa Ifigenia.
En una de las intersecciones de la avenida, a mano izquierda, se lee bien grande en letras doradas sobre una pared: «La Patria ante todo»; algo que perfectamente describe el credo de los que lucharon antes de reposar en el camposanto oriental, pero también de los que batallan hoy en las barriadas santiagueras y en cada espacio profundo de esta Isla.
Por Patria, Santa Ifigenia se presenta imponente al visitante y hace que se mantenga alerta a los mínimos detalles. Es el sendero idóneo para reverenciar lo que somos, donde el silencio y la solemnidad ganan espacio de forma progresiva, duradera en el tiempo, incuestionable. Sucede, sobre todo, cuando topas con el monolito de 49 toneladas que lleva al centro escrito en bronce, tan sencillo como la figura del revolucionario que lo honra desde hace ocho años, el nombre inclaudicable de Fidel.
Justo allí debe uno romper la leve inercia del recorrido y buscar, con la vista fija en la piedra que simula toda la gloria del mundo, aquella perentoria respuesta. Ya lo comentaba: el simbolismo que legan estos seres con sus acciones los envuelve en una mística rara, sacrosántica. Sin embargo, a Fidel no le hacemos reverencias estériles ni religiosas, porque bastó su ejemplo para saberlo eterno y cercano.
A su encuentro vamos esperanzados, buscando una y otra vez, hoy desde la espiritualidad, un indicio de la ruta correcta, y a cuestionarnos cada paso en el camino que implique siempre a la Patria: ¿Vamos bien? ¿Qué hacer? ¿Qué tan lejos estamos de tu estatura revolucionaria? Son preguntas recurrentes que siempre se descubren entre las miradas sinceras que llegan a Santa Ifigenia.
En un final, todos van sin importar distancias porque sienten el deber moral, la inquietud y el compromiso de tributar honores a quienes han entretejido nuestro credo e identidad. No es cuestión de ideologías (aunque también), sino del valor y el peso simbólico que llevamos sobre nuestras espaldas.
Pero hay visitantes fieles que entran a Santa Ifigenia cargados de luz y fidelidad. Raúl, el líder y hermano leal, es uno de ellos. Hace algunos meses, una de las guías del camposanto santiaguero me comentaba: «Raúl viene a menudo y está un rato a solas, recorre luego el cementerio y rinde homenaje a sus compañeros de lucha, a los héroes. Y lo mismo hace el Comandante de la Revolución Ramiro Valdés Menéndez».
Quizá sea esta una digna expresión de coherencia con la obra que juntos construyeron y tanto sacrificio histórico demandó. Y también de respeto hacia aquellos que iniciaron el camino independentista y cayeron en el largo y difícil sendero que nos ha costado la libertad.
Santa Ifigenia reúne toda la dicha creativa con apenas unas letras incrustadas en mármol. Basta leer Martí, Céspedes, Mariana, Perucho, Frank, Hart… para entender en realidad qué somos. Junto a ellos, el más cercano en el tiempo para los jóvenes, Fidel, nos recuerda que el camino de la Patria debe cimentarse siempre con profundos valores de fidelidad.