La carpeta estaba llena de formularios. Algunos fueron separados de los otros, según la manera (correcta o no) de haber sido completados. De aquellos que ya alguien había determinado que estaban bien rellenados y con información importante a tener en cuenta para seleccionar el mejor candidato para la plaza laboral, los dos hicieron sus lecturas con mayor detenimiento.
Cada formulario llevaba en la esquina superior derecha una foto tipo carné del postulante y, como anexo, su currículo. Iban pasando página por página y analizaban, no solo la respuesta escrita, sino también la caligrafía, porque «eso también arroja información sensible de cada persona».
El puesto de trabajo que se necesitaba ocupar implicaba atención directa con la población en general, y sobre todo con personal «VIP», categoría que la institución le adjudica a empresarios foráneos o cubanos, representantes de entidades que son socios potenciales, cuerpo diplomático, entre otros. Además, implicaba participación en eventos de carácter internacional, si fuera el caso, y la presentación de proyectos con impacto global.
Entiendo que cada formulario fuera leído hasta el detalle y que luego, según se acordara, se convocara a entrevistas personales. Sin embargo, fui testigo de que al encontrar uno con una foto que mostraba a una mujer con rasgos evidentes de acondroplasia, ninguno de los dos se detuvo a leer su contenido. Tomarlo y hallar en cada línea un elemento impresionante de capacidad cognitiva suficiente para desempeñar la actividad hubiera sido la misma cosa.
¿Cómo vamos a contratar a una enana?, me espetaron. Pero mi alusión no demandaba que la contrataran directamente, si había otros con mejor condición. Solo pedía que la tomaran en cuenta, que le permitieran presentarse a la entrevista, como los demás, que le respetaran el derecho a someterse a la entrevista profesional.
Me pareció injusto y comprendí que aún queda mucho trecho por recorrer para ser, más que una sociedad inclusiva, seres humanos totalmente adaptados a la diferencia. Y aclaro que no se trata de escoger jugadores de baloncesto, por ejemplo, para lo cual ni yo misma, con mi 1,65 de estatura, tal vez podría postularme.
Recordé entonces el documental Mujeres… la hora dorada, de la realizadora Ingrid León, producido por el Proyecto Palomas, Casa Productora Audiovisuales para el activismo social. Entre las historias allí contadas se encuentra la de una mujer, también enana, que comparte su dolor ante determinadas situaciones de la vida.
«Soy podóloga porque a los pies es a donde me es más fácil llegar... ¿Cómo iba a ser estomatóloga?», decía. Y ella misma expresaba, tal vez no su sueño
realizado, pero al menos la posibilidad de ejercer una profesión en correspondencia con la limitación (no discapacidad) que presenta.
El pasado domingo celebramos el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, y tomo la fecha como pretexto para poner sobre la mesa el asunto. Nuestro mundo está diseñado para un determinado modelo de ser humano, y en la mayoría de los casos todo lo que construimos deja a un lado a quienes poseen limitaciones visibles ante nuestros ojos.
Todos tenemos alguna desventaja, y nos llamamos «normales», porque esa es la norma. Quienes son etiquetados como personas con discapacidad realmente son seres humanos con capacidades diferentes. Recordemos que, para asombro de los demás, muchos de ellos presentan grandes habilidades y destrezas inimaginables.
No obstante, discriminamos, rechazamos y no toleramos. En el peor de los casos, hay quien hasta se burla de quienes nacieron con características que se salen del patrón. No pensamos que, aunque no se llegue a tocar el botón del décimo piso en el elevador, la inteligencia puede tener coeficientes tan altos como el apartamento que allí se encuentre.
¿Quiénes tienen, entonces, la discapacidad? ¿Los que necesitan subirse a una caja para llegar a un mostrador sin que ello afecte la calidad de su trabajo, o los que no son capaces de ver más allá de unos centímetros de menos?