Me duelen los vacíos. Me traspasan, preocupan, me quiebran.
Las casas desiertas, por ejemplo, las veo a veces como monumentos a la soledad, al abandono o al éxodo. Hasta he llegado a compararlas con versos silenciosos deseosos de respiración humana.
Me frustra, como a muchos, llegar con cien kilos de cansancio en los huesos —vacío en lo físico—, abrir una puerta y encontrar detrás, en las gavetas o parrillas, una golosina incorpórea, un cero existencial, una nada.
Confieso que me ha sucedido con mayor aflicción en el hogar de mi progenitora, quien tanto pudiera blasonar en su vejez de luchas, sacrificios, sudores... Entonces, en medio de mi congoja, he reflexionado sobre «resultados invisibles», la cuesta difícil de la vida y los altibajos de la existencia, aunque nadie como una madre para transformar, con su simple palabra, un vacío en plenitud.
Sé de personas que sienten un calambre interior al mirar el afluente que se secó, apuñalado por el célebre «cambio»
de clima y las torpezas inhumanas. Igual, pueden traernos lloviznas a los ojos el parque sin voces infantiles, las gradas vacías, los pétalos ausentes del jardín, la esquina donde se reunían amigos —ahora despoblada—, el libro falto de hojas...
Fue una poetisa francesa, Augusta Amiel Lapeyre, quien escribió hace muchos años que «cuanto más vacío está el corazón tanto más pesa», acaso para hacernos meditar sobre la gravedad de las ausencias espirituales, ligadas en incontables ocasiones a las físicas.
Si bien afligen un bolsillo vano, un armario fantasma o una mano sin nada, como aquella del poema supuestamente cursi de José Ángel Buesa, así mismo apena encontrar el interior de un ser humano deshabitado, estrecho, nulo.
Claro, como el mundo entero es relativo, valdría suscribir que existen «llenuras» tan feas como las oquedades: en basureros que no se limpian a tiempo, en famosas colas para cajeros automáticos, en odios largamente cultivados y otras cuantas escenas del diarismo.
«Mucha tienda, poca alma. Quien tiene mucho adentro, necesita poco afuera», le escribía José Martí a su «hijita» María Mantilla, justamente un mes y diez días antes de morir gloriosamente en combate, de cara al sol, en los campos de Dos Ríos. Qué manera más hermosa de decirle que no siempre el escaparate repleto posee piernas para escalar la montaña llamada virtud.
Y no se trata, creo, de jugar a ser un Juan sin Nada. Nuestro tiempo en la tierra ha de ser de equilibrio, como sentenció Silvio Rodríguez en una de esas canciones que actualizan el concepto martiano: «Tener no es signo de malvado y no tener tampoco es prueba de que acompañe la virtud».
Si hay una ofensa tremenda para algunos es «cerebro vacío», similar a «cabeza hueca». De modo que me hiere traer la billetera delgada al extremo, como ha pasado incontables veces; pero igual o peor sería quedar desprovisto de neuronas, seco como el afluente, mustio como el parque sin niños, simplemente vacío.