¡Ha muerto la mentira! Probablemente sea la noticia de la Historia. Yace en un féretro tosco y ordinario mientras incontables personas se han congregado para despedirla entre lágrimas.
«Es que todos acudían a ella», dice una de las mujeres que llora sin consuelo. De momento, alguien suelta la interrogante: «¿Y qué haremos ahora?». Entonces le contesta otra: «Nada, decir la verdad».
Sin embargo, cuando todos en el funeral se percatan de que tal propósito no será tan fácil se paralizan, comienzan a imaginar lo difícil y traumático que resultará en adelante la vida, que hasta este momento ha sido imposible llevarla sin el mínimo asomo de la falsedad.
Las escenas anteriores, contadas abreviadamente, forman parte de un excelente sketch del grupo humorístico Komotú, de Guantánamo, que nos hacen reflexionar muchísimo sobre cuánto nos erosiona, menoscaba y perjudica la mentira. Y, también, sobre cuánto nos cuesta decir la verdad en todos los momentos aunque sepamos, como dijera Martí, que fuera de ella «no hay salvación».
Uno va escuchando lo que dicen los personajes de Adorable mentira y la carcajada soltada no deja de encender un bombillo en el cerebro. Terminamos diciendo «Es verdad», porque meditamos en los numerosos embustes encontrados en el día a día en los más diversos escenarios.
«¿Aquel que está llorando tanto es el papá de la mentira?», pregunta, por ejemplo, alguien de Komotú en su presentación; y la respuesta de otro integrante del grupo es un mazazo, provocador de la risa-pensamiento: «No, ese es el director de la empresa donde trabajaba la mentira». Sobreviene, a la sazón, otro cuestionamiento: ¿«Y la mentira, tan vieja, todavía trabajaba?». La réplica: «Es que nunca se jubiló».
Hay mentiras —lo deslizan subrepticiamente los humoristas— que son como piedrecillas: molestan, inquietan, aunque aparentemente no derrumban nada. Mas, existen otras como montañas, capaces de sepultar a miles de personas, de tumbar un castillo idealizado, de hacernos retroceder.
Toda falacia debería ser, en hipótesis, un pecado. Sin embargo, no puede medirse igual al niño que miente por miedo a una reprimenda paternal, que a quien lanza un globo inflado delante de todos cada día sin que un atisbo de rubor le suba al rostro. Un globo cuya explosión —dicho sea— puede damnificar a miles.
Raúl, hace 13 años, en meridiano discurso ante el Parlamento cubano, nos recordaba que «la mentira y sus nocivos efectos han acompañado a los hombres desde que aprendimos a hablar en épocas remotas, motivando la respuesta de la sociedad». Seguidamente exhortaba a la lucha sin cuartel para eliminar para siempre la mentira y el engaño de la conducta de los cuadros. Esas palabras conservan una contundencia innegable.
«Una mentira no tendría sentido si la verdad no fuera percibida como peligrosa», escribía con profundidad el médico y sicoterapeuta austriaco Alfred Adler (1870- 1937), quien tanto profundizó sobre la sicología individual.
Ese axioma nos lleva a concluir que pocos paisajes resultan tan grises como aquellos en los que quienes dicen verdades como rocas han sido señalados con un dedo acusador o tildados de «problemáticos», o «analizados», o les han lanzado cañones silenciosos y en ciertos casos hasta estrepitosos con el fin de acallarlos.
Decía el escritor francés Anatole France (1844-1924), quien tres años antes de morir recibió el Premio Nobel de Literatura, que sin mentiras la «humanidad moriría de desesperación y aburrimiento». Es una frase que nos deja pensando, al igual que el sketch de Komotú.
Pero hay un concepto martiano que tampoco debería ignorarse en ninguna época. Es templo y antorcha. Es latigazo en el cerebro: «Mejor sirve a la patria quien dice la verdad».