En breve comenzará el concierto. Aun las luces de la sala están encendidas, algunas personas llegan y localizan sus butacas mientras que otros usan sus teléfonos celulares. La música ambiente acompaña los movimientos en bajo volumen y cual susurros se escuchan los comentarios y saludos entre conocidos. El personal técnico da los toques finales y allá en los camerinos, los artistas ya casi están listos.
Las luces se apagan, y aunque no se escucha la grabación que en otros teatros comparten antes de iniciar la función para solicitar el apagado de los móviles y de los flashes de las fotos a tomar, es evidente que hay que tomar esas medidas elementales.
Sin embargo, a pesar de que quienes están ahí fueron por decisión propia, transporte mediante, y pagaron su entrada, no todos prestan atención al espectáculo como debiera ser. Prefieren, en cambio, disfrutar a medias o hacer uso del fenómeno frecuente en estos tiempos conocido como el síndrome de la doble pantalla.
Sucede en nuestras casas, cuando algunos se sientan a ver la televisión y al mismo tiempo revisan sus redes sociales y correos, y supongo que si algo les interesa demasiado, entonces levantarán la vista de una pantalla hacia la otra. En el cine he visto lo mismo en algunas ocasiones y entonces me asombro al constatar que en pleno teatro, pasa igual, aunque no sea propiamente una pantalla lo que está enfrente.
Sentada en la última fila, percibo el fenómeno, y es increíble cómo se ven pantallas encendidas en medio del público, y créanme, los artistas están concentrados en su show pero perfectamente se percatan de la total o nula atención que los espectadores pueden dedicarles.
¿Y si suena, de repente, uno de los teléfonos celulares que, guardado en una cartera o en un bolsillo, no fue silenciado? ¡Qué mal rato! Se puede desconcentrar el artista, se molesta quien está cerca, y nadie concibe que no se haya evitado que eso sucediera.
El dueño del «aparato» se avergüenza, en el mejor de los casos, porque los hay que se pegan el teléfono a la boca lo más posible para conversar a hurtadillas, como si eso lo salvara de la mirada inquisitiva de los que sí desean disfrutar a plenitud.
Cambia entonces la manera en la que consumimos lo que, supuestamente, nos interesa. Suponiendo, reitero, que es de nuestro interés lo que fuimos a ver al teatro, lo ideal sería dejar quieto el celular, descansar de él y no perdernos ni el más mínimo detalle de lo que suceda en la escena.
Las luces de tantas pantallas encendidas no pueden ignorarse, ni las cabezas bajas texteando o mirando detenidamente lo que el pulgar corre de abajo hacia arriba. Respetemos. Pero más que respeto, seamos coherentes con nosotros mismos, en tanto elegimos estar en un sitio para apreciar una obra de arte en su justo momento. En modo silencio, o mejor en modo avión, nada podrá entorpecer el pleno goce. Después habrá tiempo para todo lo demás.