Sentimos un alegrón inmenso al recibir o lograr algún bien que se refleje directamente en nuestro bienestar. Es lo que más impacta a las personas y, consecuentemente, a la sociedad, más todavía en tiempos de crisis.
Así ha sido desde que el mundo echó a andar en un tránsito turbulento mezclado de descubrimientos en todos los sentidos, fundación de naciones, divisiones territoriales, surgimiento de los imperios, guerras de rapiña, la lucha de los poderosos por imponer su hegemonía que aún hoy perdura… Sé que todos lo sabemos, pero vale refrescarlo, disculpen la perogrullada. ¡No olvidar la historia!
Ahora mismo, en medio de esta extrema circunstancia económica, hay que ver la satisfacción de las familias que reciben una vivienda, o aprecian el arreglo de la escuela de sus hijos. O por la atención priorizada a los más vulnerables. O ante el último ¡eureka! de nuestros científicos…, en fin por todo, aunque sea poco, que directamente nos hace más llevadera la existencia.
Tampoco estamos parados, andamos, sí, a tropezones, pero con la guía rumbo al horizonte. Ojalá que coincidamos, respetadísimo.
Esa reacción de alegría deviene una cualidad que realza la conducta, la estima, y la naturaleza, ¡qué sabia!, dotó de esa virtud hasta los irracionales que la expresan de disímiles maneras y formas.
Pero existen bienes materiales que integran ese soporte de prosperidad que muchísimas veces tampoco los valoramos en toda su magnitud y ante nuestros ojos, y dejamos que se despilfarren sin mover un dedo.
Mire en este instante a su alrededor, pues los ejemplos pululan. Esa llave de agua abierta sin que nadie extienda la mano para cerrarla, los salideros públicos por donde malgastamos la divisa sin compasión, más que agua corre petróleo, las luces encendidas en infinidad de tiendas y hasta parques en el verano con un sol que, pasadas las seis de las tarde, agota hasta sentados, el hueco en una esquina que deteriora el transporte, las hortalizas y viandas que aún en este momento se echan a perder sin bajarles los precios, más grietas en la calidad de las producciones… y siga usted que de seguro enriquecerá el muestrario.
Tan arraigado está el mal que ahí sigue. Qué pena, más todavía debido a que no se contenga con la otra pena, la de imponer sanciones a los transgresores.
Lo peor de lo peor radica en que prevalece a pesar de las clarinadas desde hace años para atajarlas, cuando navegábamos en un mar de muchísimos recursos.
Ahora, mirando atrás, sin apasionamientos, se cae de la mata el calificativo de que botamos recursos a dos manos. ¿Cuándo más se pudo ver eso?
¿El origen de este actuar disparatado, en el que dan el malísimo ejemplo hasta dependencias estatales? ¡Cómo que elemental!, susurra el Bobo de Hatillo. Sí, sí, magnífico reclamar, concientizar, orientar, instruir, pedir, rogar…, pero si no se acompaña con el mazo dando resulta estéril. ¡No te has dado cuenta! ¿Por dónde anda tu cabeza?