El domingo hubo elecciones en Cuba y el titular de una agencia trasnacional rebajó el acontecimiento a una abstención de 24 por ciento, cuando ni siquiera el vaso estaba medio vacío. Votaron más del 75 por ciento de los electores para elegir a los miembros del Parlamento nacional; es decir, fueron a las urnas las tres cuartas partes del padrón electoral en una sociedad sometida a la política de «máxima presión» del imperio más poderoso del planeta.
Supongamos que sea secundario el hecho de que ese país haya resistido, en soledad y por más de 60 años, al vecino formidable. Que la vida cotidiana con dificultades inmensas que llevan los cubanos no sea una variable digna de tener en cuenta en las urnas. Que nos olvidemos de la subsistencia, objetivamente heroica, de millones de personas para llenar cada día un plato de comida, tomar una guagua al trabajo o arreglar la plomería del baño con las piezas que no pueden comprar en ninguna parte.
En el supuesto de que ignoremos deliberadamente el contexto y que no se trate de Cuba, sino de Jauja, la noticia sigue siendo insólita, porque 75,87 por ciento de los electores decidió ir a votar, en un país donde el sufragio no es obligatorio y las urnas no son custodiadas por la policía, sino por los niños y los adolescentes del barrio.
Está fresco el estudio realizado por el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (Celag), publicado en noviembre pasado, sobre la participación electoral en 17 países de la región. Demostraron que cuando existe obligatoriedad para ejercer el voto, como promedio asiste a las urnas 65 por ciento de los electores, mientras allí donde no es obligatorio, vota aproximadamente 55 por ciento.
En Estados Unidos, durante las elecciones presidenciales de 2020, votó 66,5 por ciento de los empadronados. Dos años después, lo hizo apenas 45,1 por ciento, según el Centro de Investigación Pew. Jamás hemos leído un titular que subraye el desastre de la democracia estadounidense, porque la abstención supera más de la mitad de los electores. La lógica aplicada es otra, los estadounidenses tienen la «libertad» de no votar, al estilo de aquella frase célebre de Anatole France: «Todos los pobres tienen la libertad de morirse de hambre bajo los puentes de París».
Lo insoportable de Cuba es que ha demostrado con las elecciones del pasado domingo que su Gobierno tiene legitimidad política, después del tsunami de la pandemia, las sanciones multiplicadas por Donald Trump y sostenidas por Joe Biden, el odio incubado en Miami y la inclusión del país en la lista de patrocinadores del terrorismo, que es sinónimo de peste bubónica para quienes administran el sistema financiero
internacional. Por tanto, no se ahorran calificativos denigratorios y pronósticos catastróficos sobre la realidad de la Isla, comenzando con aplicarle el concepto de democracia como valor neutro y ahistórico, que es la implantación de la lógica del bloqueo estadunidense por otros medios.
Las vírgenes vestales de la democracia occidental que no le regalan a Cuba un solo adarme de simpatía, soslayan en sus análisis la crisis del modelo representativo que, en su versión más simplista, consiste en un bipartidismo —oficial o de facto— que reduce la participación ciudadana a elegir cada cuatro o cinco años entre dos candidatos presidenciales, usualmente millonarios que defienden un único programa político: el capitalismo. Y esta seudodemocracia representativa, de libertades meramente formales o teóricas, pretende erigirse en modelo único y piedra de toque para validar o invalidar otras formas de gobierno. O peor, imponernos la fórmula
estadounidense, que no es una democracia, sino una oligarquía, donde «los políticos son los camareros de los banqueros», según palabras de Ezra Pound.
¿Significa esto que la Isla ha alcanzado la democracia? Por supuesto que no. El lema de esta campaña electoral fue Mejor es posible, porque a ningún cubano que vive al límite y gestionando cotidianamente la escasez se le ocurre pensar que el Gobierno es perfecto. Queda mucho por hacer y mucho por deshacer. Pero cuando otros pretenden haber alcanzado el estado de gracia democrático para no tener que ir hacia genuinas formas de participación, en Cuba se recordaba esta semana al poeta y filósofo Cintio Vitier, que resumía el dilema nacional como la construcción de un Parlamento dentro de una trinchera: «Eso significa que mientras mayores son nuestras dificultades, mayor tiene que ser nuestra libertad para sufrirlas y resolverlas».
(Tomado de La Jornada)