Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¿La democracia acabada?

Autor:

Ricardo Ronquillo Bello

¿La democracia socialista cubana está acabada? Una pregunta como la anterior, en el día en que los cubanos estamos llamados a las urnas para elecciones generales, con las implicaciones políticas que de ello se derivan, puede resultar hasta «tendenciosa».

Con ese sentido polisémico para el que se prestan las palabras en el Español no faltarán, como sabemos, quienes prefieran quitarle los signos interrogativos para convertirla en una afirmación. Los puntos y los signos, junto al lugar que ocupan, son muy definitorios en nuestro idioma…

Pero nuestros inteligentes lectores saben muy bien que no pretendo abrir una interrogación idiomática sino política, cuyas respuestas no son ni tan sencillas, ni tan obvias, como pueda antojársele o parecerle a cualquiera.

Nada hay tan inacabado en este mundo como cualquier modelo que se pretenda democrático, con independencia del signo ideológico que diga representar. Lo anterior, creo, sí pudiéramos presentarlo como una verdad rotunda.

En la reconfiguración del modelo socialista cubano del siglo XX los siempre acusados de ortodoxos comunistas dieron dos señales promisorias de que asumen la condición inacabada de su modelo democrático.

La primera de esas señales fue zanjar el debate que ocurrió en el país para definir el modelo de socialismo a construir, agregándole el apellido democrático. Si es socialista ya es democrático, defendían algunos, mientras olvidaban las distorsiones, errores —y hasta horrores—, que se cometieron en algunos lugares en nombre del ideal.

Vladimir Ilich Lenin, fundador del primer Estado socialista y uno de los más acuciosos aportadores teóricos de sus ideas, les habría respondido con aquello de que las revoluciones en sí, como procesos, son sabias, inequívocas, quienes se equivocan son los revolucionarios.

Y con esto último no es preciso esforzarse teóricamente, ni en la práctica, para demostrarlo —lo que Fidel llamó el desmerengamiento alcanza para comprenderlo. Los proyectos revolucionarios que aspiran a construir el socialismo, convirtiéndose en una alternativa para el viejo y predominante modelo excluyente y enajenante liberal burgués, requieren también de refundar la democracia.

De esa ruptura nació el sistema del Poder Popular en Cuba como un intento de búsqueda singular, que seríamos unos «fanfarrones» —en palabras también de Lenin—, si ya lo consideramos terminado, perfecto.

En medio de las radicales transformaciones estructurales que vivimos, como expresé en otro momento, es preciso reconfigurar, atemperada a la contemporaneidad, la idea de Fidel de que «El poder del pueblo, ese sí es poder».

El edificio verdadero que debemos habitar en la democracia socialista nuestra es aquel donde se honre cada vez más el artículo tercero de la Constitución: «En la República de Cuba la soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, del cual dimana todo el poder del Estado»...

En consecuencia, hay que continuar reconciliando la institucionalidad política, estatal y gubernamental, y nuestra concepción unipartidista, con los preceptos de la soberanía popular que marcan especialmente las aspiraciones del socialismo en este complejo siglo que ya casi consumió su primer cuarto.

A nadie escapa que en un mundo donde «poderoso caballero» decide en este tipo de campañas, que en nuestro ámbito lo hagamos sobre la base de que no sean los partidos quienes nominen, al mérito y la capacidad de los nominados, en contraposición a la cantidad de dineros o poderes, y en consideración a la más amplia representación social, es una singularidad cuando menos llamativa, siempre que no derive en formalismo cansino o en panfletismo político rutinario.

Es bueno repetir que a los puestos del Poder Popular en Cuba no somos elegidos para «portarnos bien», sino para ejercer un mandato, que nos confía el pueblo con su voto, y que debemos honrar con «aptitud decorosa y honorable»; y también con eso que en sicología social se denomina hoy la «actitud» política. Se es elegido, además de para representar, para mandar.

Otra señal muy peculiar ocurrida en Cuba, entre otras que puedan encontrarse, que apunta a un camino de perfeccionamiento democrático, fue la voluntad, expresada en el primer artículo de la Constitución aprobada en 2019, de construir un «Estado socialista de derecho y de justicia social». Rara «dictadura» esta que aspira a construir un Estado basado en el derecho.

Ello pone en línea al país con su enorme y trascendente tradición constitucionalista desde que los actos libertarios nacieron en ley en los potreros de Guáimaro.  El socialismo en nuestro país debe estar inspirado por ese civilismo y civilidad casi inauditos, por la forma en que surgieron.

Sería lamentable, como también llamamos la atención hace un tiempo, que el desconocimiento o la subestimación de hechos semejantes alimente una herejía histórica, una profanación de la lógica del desarrollo: que en vez de a una revolución —fuente de Derecho— como ocurrió hasta ahora, la ignorancia o la irreverencia a la ley abra brechas a la contrarrevolución.

En debate reciente de representantes de la sociedad civil en la Casa de las Américas se exaltaron los avances sustanciales en este campo al calor de la Constitución de 2019. La nueva carta magna estableció una serie de garantías antes inexistentes, se establecieron vías expeditas para amparar los derechos constitucionales, a la par que se protegen algunos que anteriormente no se habían reconocido.

Buena parte de la invulnerabilidad, que es decir la perdurabilidad, del modelo socialista cubano nacido de la Revolución depende particularmente de su capacidad para continuar refundando un nuevo, auténtico, liberador, antienajenante, justiciero y equilibrado modelo democrático.

Y fíjese que no está en forma de pregunta, sino de afirmación, para nada tendenciosa.

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