No dudo que, al leer estas líneas, alguno piense que ando en modo Sueño Loco, o que soy demasiado soñador. Sé que otros seres humanos pidieron deseos similares en los inicios de años pasados y fueron tildados de «románticos ilusos».
Sin embargo, tengo la certeza de que jamás será pecado ilusionarse y entiendo la fuerza de la constancia, perforadora de rocas, como nos dice José Luis Rodríguez (El Puma) en una de sus memorables canciones.
Por eso, uno de mis sueños en este año que acabamos de comenzar es ver arrinconada la inflación, una fiera que nos ha mantenido contra las cuerdas, noqueándonos no solo bolsillos y proyectos.
Me empeño en que los trapos sucios terminen blanqueados en la lavadora de la conciencia colectiva. Y en que la burocracia llegue a ser un bicho raro.
Aspiro a que la envidia, toxina para el alma de cualquiera, incumpla su plan de producción y decrezca al menos un 80 por ciento en comparación con 2022.
Anhelo un antídoto contra la pereza y un paliativo contra la fiebre del teléfono móvil, esa que genera desatenciones en oficinas, centros hospitalarios y hasta en la vía pública.
Ansío días y noches de alegría, debates en los que no todos estemos de acuerdo, tiendas no vacías, calles con menos cráteres, paradas sin aglomeraciones, música alejada del estruendo, fiestas en las que no ocurra ni un solo hecho de cuchillos, alumbramientos plenos —energéticos y espirituales—.
Pido que muchos menos conductores de bicicletas y vehículos de tracción animal se lleven las señales de Pare o la luz verde del semáforo, y que la imprudencia de unos cuantos sea superada por la cordura social.
Quiero que la palabra «compañero» no sea una ficción cotidiana. Y que otros términos como «Buenos días» o «Gracias» se conviertan en verdades, no en cumplidos.
Deseo que la mala ortografía nos inunde menos las redes sociales y los carteles públicos, que muchos más aprendan sobre Historia; que pocos hagan de la Matemática una asignatura del trapicheo. Que decrezcan esos que viven y mueren haciendo tirillas el pellejo de los demás, especialmente el de sus propios vecinos.
Ambiciono que merme otra enfermedad de estos tiempos: la vanidad de algunos que andan por las nubes.
Pero también pretendo, por otro lado, que las personas que edifican una nación y una utopía sigan escribiendo gestas, distantes como hasta hoy de toda charlatanería.
Que los niños sigan riéndose cada mañana de la travesura y del inventado juego de pelota. Que muchos, en las primeras lecciones, aprendan a escribir Bandera, Himno y Cuba.
Que los ancianos mantengan la vitalidad en los sitios donde bromean contra el tiempo y el olvido; que la familia viva menos separaciones y ondee el estandarte de la ternura eterna.
Que la tranquilidad de andar con nuestros hijos a cualquier hora continúe intacta. Que podamos ver estadios con partidos nocturnos, que honremos a quienes trabajan de sol a sol calladamente. Que todos los días sean de ventura para el corazón.
Que la sonrisa sea ruta irreversible. Que la mariposa derrote al águila, el pétalo se imponga a las espinas, el salvajismo se vea vencido por un guiño o por el verso simple de esta vida.