Hace algunos días, una amiga me envió una publicación en un muro de Facebook en la cual se leía la narración de una madre que debatía con su hijo sobre el Proyecto del Código de las Familias. De ese diálogo vale rescatar la inquietud del pequeño por no poder decidir, él también, sobre algo que le concernía: si la nueva ley era tan importante para la vida de él y de los de su edad, ¿debían aprobarlo otros?
Real o no, esta historia me hace preguntarme si hemos entendido (y por supuesto me incluyo), cuan adultocéntrica es nuestra sociedad. En muchos momentos y espacios académicos este ha sido un tema más que discutido. Sin embargo, en la práctica social se repiten una y otra vez expresiones de poder sobre los infantes, al punto de entrar en contradicciones entre libertades y derechos que supuestamente les damos en el hogar, y limitaciones en temas que deberían ser de su conocimiento.
Debemos hacer honor al moderno concepto de infancia y hablar de sus derechos y su bienestar, dejando atrás la idea de sentir al niño como una posesión de los adultos.
Justo eso nos trae el Código: pensar la infancia desde sus necesidades y derechos. Ya Cuba ha cumplido, de manera directa o indirecta, una serie de pasos en ese recorrido: reducción de la mortalidad infantil, enseñanza primaria universal, cuidado de la salud materna… Faltaba, al interior de la familia, la regulación de prácticas que nada bien les hacen a nuestros niños y niñas.
Sé que cuando se ponen ejemplos, corremos el riesgo de dejar fuera otros tantos. Lo asumo hoy para concentrarme en la actividad de cuidado infantil y las pautas que marca el nuevo Código.
En nuestra sociedad coexisten diversos modelos de cuidado hacia los infantes, algunos muy sexistas, autoritarios y hasta violentos, otros de espíritu protector y equitativo… Todos enfrentan la sobrexposición a la tecnología y cierta tendencia al aislamiento social, que afecta la totalidad de la familia, pero en especial a los más pequeños.
Denominador común es también ese patrón de sobreprotección propio de sociedades que han visto reducida su fecundidad, y a todo ello se suma la asignación del cuidado como rol materno o de mujeres preferiblemente, y una migración que tendencialmente exime de responsabilidades al padre, temporal o definitivamente, propensión registrada durante décadas en las investigaciones sociológicas.
La propuesta del nuevo texto es potenciar un cuidado corresponsable, donde padres o madres velen por el bienestar de los infantes sin que se disminuya el papel de otros integrantes de la familia en su crianza y educación.
Y pareciera que el cuidado debe ser entendido desde el criterio de los adultos porque los infantes son el objeto de ese cuidado, pero como sujetos de derecho, ellos también tienen algo que decir al respecto. Eso se llama participación, y el Código aboga precisamente por atender sus opiniones, según el grado de madurez que demuestren.
Para muchas familias la instauración de estos modelos participativos puede ser entendido como una amenaza a su autoridad o a su control, y por eso responden con una amplia resistencia a lo que desconocen.
Vuelvo sobre mis palabras iniciales: qué bueno que niños como el de esa historia pregunten todo lo que les compete. Eso sería especialmente útil para la conformación de una sociedad más inclusiva y menos adultocéntrica.
Creo que el proyecto ha ayudado en ese entendimiento, no solo por la ley en sí misma, sino porque ha generado un debate que nos pone a pensar en la figura del niño y de la niña dentro de nuestras familias, y no como objeto de nuestras decisiones, sino como sujetos con poder de participación gradual en sus historias de vida.
Espero y confío en que llegará el momento en que no tengamos que pensar sus vidas solo por nuestra cuenta, que la participación infantil sea un hecho y estas palabras queden de recuerdo de un tiempo que logramos superar.
*Doctora en Ciencias Sociológicas. Profesora Auxiliar del Departamento de Sociología en la Universidad de La Habana y especialista en temas de familia