Por estos días en que los cubanos enaltecen sus fibras éticas y solidarias, de inventivas y conciencia del ahorro, me viene a la mente algo que nunca he olvidado. Varios años después de escribir un reportaje sobre una niña que fue intervenida quirúrgicamente de una dolencia en la vejiga en el hospital pediátrico provincial universitario Eliseo Noel Caamaño, volví a ver la figura de un hombre de rasgos asiáticos, pelo canoso, que se convirtió en mi principal fuente para ese trabajo.
Un domingo de 1993, al mediodía, me encontraba con mi niña Lis y mi esposa Leticia en la Vía Blanca, en las afueras del campismo de Puerto Escondido. Caminábamos lentamente por el borde del asfalto caliente, bajo el sol. Eran días difíciles, ya casi habíamos avanzado como dos kilómetros con los bultos y la niña de cuatro años, haciéndole señas a uno o dos autos que pasaron y ninguno paró. De pronto, un Fiat gris se detuvo unos 50 metros delante de nosotros. Retrocedió.
«Apriétense, que esta familia se va con nosotros», dijo el chofer. Me senté a su lado, mientras la mía se acomodó como pudo detrás con otras personas. Sentí algo muy frío entre mis piernas y cuando miré bien, era una balita de gas licuado, congelada al igual que los tubos de cobre. Instintivamente, me coloqué las dos manos encima de lo que ustedes se imaginan, porque pensé que sería lo primero que desaparecería si eso explotaba. Tragué en seco, miré con el rabo del ojo a la niña y a mi esposa que estaba con los ojos casi fuera de las órbitas; entré en un pánico silencioso, me separaban 30 kilómetros de mi casa en Matanzas.
Cualquier comentario negativo podría desencadenar un «bájate entonces, malagradecido» y eran días de agradecer. El motor sonaba distinto, un poco menos ruidoso que los tradicionales con gasolina, lo que hacía que nuestro silencio fuera más tormentoso. Ninguno de los pasajeros hablaba. Pensé inmediatamente que todos estaban asustados igual que nosotros. Al cabo de unos minutos, una voz rompió el mutismo.
«Amigos, no se asusten, vamos a llegar bien», nos calmó el chofer. Fue entonces cuando miré al conductor, que sonreía. «Doctor, pero si es usted, gracias, muchas gracias», exclamé. Él me miró, medio asombrado: «Eh, periodista, pero si eres tú», solo atinó a decir, lo que le daba más valor a su altruista gesto, porque paró sin reconocerme. Se trataba del doctor Francisco J. Fong Aldama, especialista de II Grado en Urología y en aquel tiempo Profesor Asistente en esa institución de la salud pública.
No sé si volví a tragar en seco, porque estaba tan asustado que me imagino nada pasaba por mi garganta. Me sentía como un hombre bomba, que volaba en pedazos por los aires. Solo le pregunté si aquello era seguro.
«Esta no es la primera vez, ya lo he usado en otras ocasiones», contestó. Me dio tremenda explicación sobre el funcionamiento, que el motor arrancaba con gasolina y después cerraba la llave de ese combustible y abría la del gas licuado. Aquello tenía regulador de gas y muchos tubitos de cobre. En el maletero llevaba otro balón de repuesto. El ingenio llegó a tal extremo que usó el diésel cuando faltaba el gas, es decir, arrancaba con gasolina y al calentarse el motor, abría la llave del diésel.
No podía correr mucho porque consumía más. Eran los años difíciles del período especial, cuando la inventiva del cubano fue poco a poco in crescendo y volteando la situación.
Si recuerdo hoy al doctor Fong no es solo porque aquel domingo me recogió junto a mi familia sin pestañar, sino porque me dio una lección de solidaridad y cubanía, ya que en medio de la tragedia con el transporte que sufría Cuba en aquellos años fui testigo de su compromiso social y humano en su labor diaria como profesional de la salud.
Nunca lo oí lamentarse, todo lo contrario. Lo más destacable de este cubano fue que no dejó de acudir al quirófano ni de consultar a los niños matanceros aunque faltaran la electricidad, torundas o algún antibiótico, o fallaran las guaguas o no hubiera gas licuado ni diésel ni gasolina para su Fiat.
Esta semana de vuelta al pediátrico provincial lo primero que hice fue preguntar por el doctor Fong. Ya ostenta la categoría de Profesor Consultante; dos veces a la semana consulta y opera algunos casos. Me hizo feliz que me reconociera caminando por un pasillo: «Aquí estoy, quisiera operar cinco o seis casos como antes, pero me contento con hacerlo aunque sea una vez a la semana». Me habló con optimismo, lo que me confirmó los valores perpetuados en este hombre íntegro, como en otros médicos cubanos, que no se amilanan ante nada.