Hace unos meses atrás, un conocido sitio web invitó a sus lectores a responder online una encuesta. Su única pregunta decía así: «¿Qué palabras utilizas con más frecuencia en las redes sociales para defender o impugnar criterios propios o ajenos en temas como el fútbol, la economía o la política?».
El resultado fue como para escandalizarse. Y los ejemplos, como para taparse la nariz. Salieron a relucir epítetos de grueso calibre. Desde el clásico gilipollas —el insulto ibérico por excelencia— hasta las obscenas alusiones al árbol genealógico del interlocutor, en especial a su progenitora, algo común a todos los registros idiomáticos del planeta.
Amén de lo excéntrico de la pesquisa, su saldo confirma una verdad de Perogrullo: en algunas redes sociales —en especial Facebook y Twitter— se reproducen como conejos las miserias lingüísticas. Las opiniones no se defienden con raciocinio, sino con insolencias. ¡Cómo si sustentar un punto de vista requiriera solo de testosterona y no de razonamientos!
Una peculiaridad de este lamentable panorama es que no pocos de quienes lo practican suelen ocultar sus nombres verdaderos tras la máscara del seudónimo. Temerosos de dar la cara para que no les reprueben sus irreverencias, llegan hasta a usurpar las identidades de otras personas con el propósito de erosionarles el prestigio del que ellos carecen. Como ocurre con las cartas anónimas —propias de los envidiosos y los pusilánimes—, evidencian cuán escasos de valor andan.
Por causa de estas torcidas maneras de actuar, el espléndido escenario para confraternizar y debatir que es internet tiene hoy zonas interactivas difíciles de transitar. Son como barrios marginales, donde deben extremarse las precauciones, porque en cualquier recoveco puede aparecer alguien con un pasamontañas dispuesto a agredir a punta de provocaciones.
Ejemplos de esta realidad abundan. Cuando juegan el Barcelona y el Real Madrid, los foros devienen sucias cloacas por el lenguaje de letrina que utilizan los fanáticos de uno y de otro club para lanzarse oprobios. Ocurre igual si se compara a Lionel Messi con Cristiano Ronaldo. Los editores de los sitios donde aparecen rara vez los moderan, tal vez con la intención de caldear la controversia y sumar polemistas.
Las tirantes relaciones cubano-norteamericanas no escapan a ese cañoneo verbal con lo más hediondo y belicoso del idioma, principalmente por parte de recalcitrantes residentes en la otra orilla del estrecho de la Florida. El solo hecho de vivir del lado de acá convierte a la persona en blanco para sus andanadas de groserías, descalificaciones y calumnias.
Estos especímenes merodean por la red en busca de camorra, casi siempre con una ofensa o una blasfemia en el directo. La mayoría transpira resentimiento y es preferible no dejarse arrastrar por sus bravuconerías. Con gente así no vale la pena gastar pólvora. Empero, a quienes proponen un diálogo decente y respetuoso, se les acepta cualquier debate.
Vale decir que la fuerza de nuestros argumentos no solo se blinda con decencia léxica. También deben evitarse las peroratas retóricas, el exceso de consignas y el triunfalismo a ultranza. Se trata de anular al adversario mediante razones imposibles de rebatir. Es decir, convencerlo, no vencerlo. Y sin dejar costuras. Porque todo argumento refutado, desarma. Y, en lo adelante, sería difícil hacerlos verosímiles.
No me parece atinado acreditarnos el monopolio de la razón. Insistir en que vivimos en una sociedad perfecta, además de atentar contra la verdad, nos descalifica, incluso, ante los amigos. A veces permitimos que la pasión nos ciegue y eso nos convierte en vulnerables. Nuestra credibilidad pasa también por reflejar el panorama cubano con sus luces y sombras.
Admitir nuestras carencias nos exalta como contrapartes y desconcierta al interlocutor. «Tiene razón», «coincido con usted», «estoy de acuerdo», «pienso parecido»… Y nunca «usted está equivocado», sino «tengo una opinión distinta». Un trato respetuoso sin ser sumiso, tolerante sin ser permisivo…
Los panfletos machacones, los lugares comunes, las frases hechas y los estereotipos gastados no convencen en estos tiempos de Web 2.0, donde los conectados —entre quienes abundan las personas inteligentes— pueden impugnar en la red los juicios de otros. Nuestros contenidos deben ser, además, modelos de ética, moderación y, sobre todo, de decencia.
«¡Por favor, no insulten! No ganamos nada con eso», dijo en febrero pasado el Papa Francisco, al referirse a la manera en que muchas personas dirimen sus diferencias en las redes sociales. Deberíamos asumir el reclamo del Sumo Pontífice.