Paso ya de las cuatro décadas y, como muchos de mis coetáneos, soy un bailador del llamado casino, del merengue y de algún otro ritmo que estuvo en boga en mi lejana etapa estudiantil. Puedo atreverme, incluso, sin deleitarme demasiado, a ensayar una mímica del monocorde reguetón, que encuentro fácil de danzar.
Sin embargo, no domino ni un mínimo pasillo del danzón, el que, por ser baile nacional, debería haber estado en mi «repertorio» y en el de muchos otros contemporáneos.
Sucede que en mis tiempos escolares, aunque hablábamos de arte cubano, pinturas, música, historia, símbolos nacionales, etc. no éramos muy «prácticos» a la hora de enaltecer la guayabera, los platos primigenios o el mismísimo ritmo de marras.
¿El danzón? Jamás lo bailamos, ni siquiera en una de aquellas galas fastuosas de la Vocacional de Holguín, en las que sí imperaban los doblajes de Bon Jovi, Air Supply y otras bandas foráneas.
Si esbozo hoy este asunto aparentemente personal es porque desde hace algún tiempo vengo escuchando en distintos escenarios muchas disertaciones sobre la necesidad de apuntalar nuestras raíces culturales y de rescatar identidades; pero ese propósito, que va más allá de un baile o un plato, no parece haber encontrado todavía la consolidación verdadera.
No creo, por ejemplo, que haya cambiado demasiado, pese al tiempo, lo que apuntaba del danzón o de la guayabera. Y así se antoja difícil nadar de verdad a los orígenes.
Es cierto que en las escuelas y otros espacios han nacido, de manos de los instructores de arte, proyectos para retomar bailes, canciones y leyendas vinculados a nuestra cultura ancestral; pero no basta, pues ellos solos, aunque lo anhelen, son incapaces de «componer un verano» y porque la culturización masiva —si la podemos llamar así— necesita de varios componentes, instituciones, decisiones…
Ahora que medito sobre este asunto, recuerdo que nada más y nada menos que un Día de la Cultura Cubana, en una «actividad nocturna», celebrada en un reparto de una populosa ciudad, lo que nos presentaron como «plato fuerte» de la velada fue una canción de Shakira en la voz de una niña de diez años, quien bailaba y se movía al estilo de la colombiana.
Escenas parecidas se han repetido en nuestra geografía en días de conmemoración nacional, pero la culpa, como se sabe, no la tienen los niños.
Sumemos que, como decía hace poco un joven escritor en una reunión, quienes se encarguen de enseñar arte necesitan creer en lo que hacen, sentirlo y vivirlo, y no siempre sucede así.
Claro que la solución no es imponer planes o preparar un informe con un «conjunto de actividades de carácter nacional». Y sería ridículo pretender que todo el mundo aprendiera a bailar danzón o chachachá.
Pero deberíamos, al menos, aspirar a que, como pasa en Venezuela con el joropo, sintamos orgullo cuando veamos ejecutar nuestros bailes. Aspirar a que todos conozcamos un poquito de Miguel Failde, creador del ritmo ya mencionado o de Ignacio Piñeiro, aquel que popularizó Échale salsita.
Al final, todo pasa por el concepto que nos remarcó Fidel vinculado a una cultura general e integral, una trilogía de palabras que son un sueño todavía. Todo pasa por el viaje profundo a la historia, que no puede verse únicamente como el repaso de batallas, héroes y acontecimientos grandiosos. Hay también una historia sagrada en el surgimiento de nuestros símbolos, canciones y emblemas, y a esa tendremos que ir con más frecuencia.