Yo tengo mi propio Martí. Como usted tiene el suyo. Ninguno se parece porque los seres humanos somos únicos e irrepetibles.
El mío llegó desde que abrí los ojos. Pero, nada tiene que ver con el de mi padre, un martiano «a prueba de balas». Al que me acompaña aún le debo lecturas profundas y análisis de su discurso, permeado de mucho más que vocablos que dicen y expresan porque él suscita y convoca, a través de un conjunto de valores que operan como axiología de su propia acción.
Mi Apóstol no se concibe solo en enero con las avalanchas de homenaje por el aniversario de su natalicio. A él lo quiero menos ideal, mucho más concreto y cercano, a semejanza del hombre que un día caminó con victorias y reveses por medio mundo, donde parte de su huella no solo figura en majestuosos monumentos.
José Martí, ese que resguardo en mi interior, no era de gran estatura física y siempre caminaba de prisa. Su capacidad de ver mucho más allá de la punta de la nariz, le develó que el tiempo le sería muy corto para tanto quehacer agitado.
Lo percibo vestido de negro, como todo caballero de época, y acompañado de algún papel para en cualquier espacio anotar las tantas ideas que se le agolpaban en la mente. Hoy son referentes obligados para la humanidad.
En sus ojos la tristeza no se opaca. Fueron muchos golpes espirituales que la vida se empeñó en tatuarle. La separación dolorosa de sus padres y hermanas, primero. La pérdida de tantos amigos. Las traiciones de quienes no supieron seguirle. Pero, la mayor de las angustias, resultó inevitablemente la imposibilidad de enarbolar su bandera cubana en un suelo libre e independiente.
Mi Héroe Nacional amó en todos los sentidos. Cayó de bruces frente a mujeres porque se enamoró. Bien lo supo Rosario de la Peña, dicen que la mexicana más bella de su época. Hasta Martí fue atrapado por sus encantos. Reconocidas confesiones de sus sentimientos delatan la desesperación de un hombre ante el desamor.
Pero, como todo ser racional prosiguió su andar por el mundo y descubrió a María del Carmen Zayas-Bazán e Hidalgo, una camagüeyana, quien no resistió la vida agitada del esposo amante además de otra dama llamada Cuba. Él nunca se conformó con vivir sus últimos días alejados de ella. En muchas ocasiones, confesó que el precio de su causa pesaba demasiado. Más, no claudicó.
A mi José Martí también le tocó vivir con el dolor de ser un padre en la distancia. Sin embargo, a Ismaelillo, su pequeñuelo, le sobraron mimos y consejos que aunque no siempre llegaron con el abrazo oportuno, permanecen, afortunadamente, vigentes para que otros muchos «príncipes enanos» los hagan suyos.
Tanta era su sensibilidad para con la infancia que alternó sus preciadas horas para diseñar la Guerra Necesaria, con la preparación de la mayor revista del orbe: La Edad de Oro. Gigante, sí, porque posee un lenguaje universal que no conoce tiempos, ni distancias.
A mi Apóstol el tiempo también se le hizo corto para cultivar mucho más sus relaciones de amistad. Se alió a quienes se le asemejaban y los veneró con la mayor de las pasiones tal y como siempre dejó recogido en sus tantas cartas dedicadas a Serafín Sánchez, segundo hombre en recibir el mayor número de misivas de su puño y letra.
Y con quienes no congenió miró de frente. Habló directo y sin tapujos, con ese verbo fino y mortal que nunca entendió de traiciones y mentiras. Y cuando fue preciso, no dudó en estrechar la mano con el mayor de los respetos, para zanjar las incompatibilidades.
Así, me identifico con un hombre de carne y huesos. El que me acompaña por su hidalguía precisa; su perenne búsqueda de la ascensión de los seres humanos; su capacidad de levantarse ante los tropiezos lógicos. Simplemente sencillo, humilde e inteligente, así es mi Martí.