Cada ejercicio de rendición de cuenta del delegado de circunscripción a los electores, por repetitivo que a simple vista pudiera parecer, propicia visualizar atisbadoras y disímiles aristas de nuestro sistema democrático de participación ciudadana.
La periódica cita asamblearia sigue siendo cauce a preocupaciones, necesidades, intereses y aspiraciones de los vecinos, aunque cada vez menos resignados a la falta de respuestas o explicaciones de las instancias administrativas, adonde acuden los delegados para cumplir un mandato popular.
En una de las rendiciones a las que asistí, alguien de los que nunca faltan, economista por profesión, expuso tres planteamientos que lleva reiterándolos durante 15 años, y recordó las fechas precisas de las anteriores ocasiones. No se trataba de peticiones para cuya solución se requerían inversiones «inabordables», más bien son de las que fundamentalmente necesitan de sensibilidad, responsabilidad, iniciativa y respeto a la población.
Reclamaba en primer término a Comunales del municipio de Plaza de la Revolución —y acaso pueden merecerlo los de otros municipios capitalinos—, detener la gradual destrucción ocasionada en esquinas de depósitos de basura. En el caso que nos ocupa, comenzó por arrasar con el llamado parterre, esa estrecha franja de área verde para plantar árboles y flores, continuó despedazando la acera y terminó hoy amenazando el muro protector del parque automotor de un organismo estatal.
Aludía asimismo el ciudadano a la poda indiscriminada y asesina de árboles, que despoja de sombra a una urbe tan castigada por el sol, y de sus indispensables pulmones. El tercer engavetado planteamiento se refería al destupido de una alcantarilla, para impedir las anegaciones que en tiempos de lluvias ocurren en intersecciones callejeras e invaden viviendas.
Por lo visto, consistían en problemas cuyas soluciones dependen de lo que consideramos factores subjetivos, como la debida atención a los ciudadanos y poner orden urbanístico, y en lo material reponer un tramo de acera de apenas diez metros, que al parecer no debe hundir ningún presupuesto local.
Las posibles respuestas a estas situaciones están al alcance de los límites económicos del país, en la comprensión de que otras muchas aspiraciones de mayor talante financiero se podrán satisfacer en futuros mejores tiempos.
A la vez entraña establecer una adecuada y confiable sintonía entre electores y administraciones. A la luz de estos propios razonamientos, el elector en cuestión rehusó esta vez pedir la comparecencia en próximas asambleas de los funcionarios concernientes, quienes en línea general suelen brillar por su ausencia, y en su lugar reclamó vergüenza, un valor capaz de mover montañas.
La Habana ha sido elegida internacionalmente en fecha reciente como una de las siete ciudades maravillas del mundo, lo que en mucho se debe a la denodada lucha de la Oficina de su Historiador, Eusebio Leal, para rescatar, restaurar y hacer que brille nuestro centro histórico.
Más allá de las inevitables notas de orgullo que suscita, demanda un compromiso y un deber para todos los capitalinos el honrar esa distinción, que de ninguna manera puede limitarse a los sitios emblemáticos o de vitrina para visitantes, sino que tiene que extenderse a todos los rincones de la atropellada urbe.
Lo menos que merece esta ciudad es que se asuma con vergüenza, y encarar lo que nos afea y perjudica desplegando iniciativas modestas y dignas.