Le zumba que uno se acueste a las tres de la madrugada y a las seis de la mañana te tire de la cama el teléfono. ¡Ring, ring, ring! En ese momento te viras para el otro lado y tratas de no hacerle caso; sabes que no es una mala noticia de alguien allegado, porque lo más expedito es un SMS o una «perdida» al móvil que llevas todo el tiempo contigo. Te pones entonces la sábana en las orejas y colocas la cabeza debajo de la almohada, y aun así sientes que sigue «inmejorable» el equipito.
Por desgracia no lo tienes en tu cuarto y estás solo en casa. Pero, qué va, al interesado le parece igual que sea verano o invierno, sábado no laborable o martes de vacaciones. Por más que obvias el trance llega el momento en que te rindes. Ya el ruido es un serrucho en el oído. ¿Quién será a esta hora?, dices junto a ciertas «palabritas» de alivio. «Que sea algo importante, porque si no...».
«Dime», susurras con una voz de ultratumba. Desde luego, te niegas a proferir los buenos días porque, en honor a la verdad, no han sido tan buenos para ti. Y del otro lado oyes un tono inquieto, resonante, con un intimismo que lo presumes por la cadencia y los suspiros: «Papitoooo, viejo, qué tarde llegaste hoy. ¿Dónde tú estabas que no cogías el teléfono?».
No atinas a mucho porque has venido a confirmar lo que imaginabas. Te ríes y reaccionas como de costumbre: «¿Adónde usted llama, compañera, qué número marcó?». Entonces ella se percata del fiasco, pero con autosuficiencia, sin bajar la cabeza: «Ay, ¿esa no es la tabaquería?, ¿tú no eres Juancito?». «No, está equivocada», le objetas aún en son de paz. Y tienes que aguantarle que te responda incómoda: «Pues mira, que yo marqué bien».
Sin comprobación científica ni muchas precisiones históricas, los orígenes oscuros y no siempre bien intencionados del equivocado telefónico se pudieran ubicar en los mismísimos tiempos fundacionales de la inventiva, disputada entre Graham Bell y Antonio Meucci. Tan antigua como inoportuna, esta figura de la «caótica clásica», ha acompañado todas las revoluciones tecnológicas del teléfono. Y se ha prestado, por los años de los años, para mucho más. Ni la digitalización, que permite ahora el uso de servicios complementarios como el identificador de llamadas, han logrado provocarle la muerte a esta especie de dudosa procedencia, diversa en poses variopintas y acentos tras el auricular.
El equivocado telefónico, de antemano, cae mal, pero no todos caen de la misma manera. Está el errador humilde, el que troca la tecla y cuando se da cuenta de su imprecisión se muestra casi hasta apenado: «Ay, disculpe, por favor, no era mi intención molestar». Junto a este, se sitúa el equivocado prudente: «Buenas tardes, si usted fuera tan amable de comunicarme con Enrique, el administrador». Y al explicarle que esa es la Oficina de Quejas y Sugerencias, se te confiesa agradecido, tranquilo. No muy apartado de esta clase, pero sin mucha buena vibra que digamos, prospera el equivocado ingenuo: «Yo pensaba que Ana Marta trabajaba ahí todavía».
Hay otras tipologías más agresivas, menos dóciles. ¿Dónde dejar al equivocado impulsivo, al descortés? «Oye, ponme ahí con Rosita, la cajera», «Me hace falta hablar ahora mismo con Lidia, o si no con Mamichi la de La Habana Vieja».
Los menos violentos te «fríen huevo» y cuelgan. Otros te discuten abiertamente: «¿Pero cómo me vas a decir que no es el pantry, si yo hablo todas las tardes a la hora de la comida con la señora que trabaja ahí?».
Hay días en los que, sin mentir, no sé si tenemos teléfono en mi casa, o nos pusieron una extensión prestada de la tabaquería, la funeraria o la sede municipal de Acopio. Pero como el desacierto está asociado al uso del equipo, si quieres acortar distancias, información y recursos con un servicio tan necesario, no puedes cogerla tan abiertamente, como yo, con el que te llama lo mismo del policlínico, la carpintería, la casa de Julieta o la pública de la Terminal de Ómnibus. A fin de cuentas, quien se equivoca no siempre quiere equivocarse.