Desde niño siempre me llamó la atención aquel perfil que, cual remedo de caricatura, era ya inconfundible allende las fronteras insulares. Por entonces, mi bisabuela me llevaba alguna que otra vez a sus peñas del Museo Napoleónico. Y aunque por razones de edad sus monólogos legendarios, su sátira oportuna, su chispa inconfundible… en suma, su talento, me resultaban casi incomprensibles, en cambio me atraían su gestualidad, su dicción peculiar y su don de gentes.
Pero no fue hasta mucho después que comprendí, a cabalidad, la extraordinaria modestia y singularísima capacidad de ese genio llamado Carlos Ruiz de la Tejera, que este martes 4 de agosto hubiera celebrado su 83 cumpleaños.
Plenitud es lo primero que se me ocurre al rememorar la persona y el legado de quien pude aquilatar otro brillo —si se quiere— aún mayor que su condición de artista: su calidad humana. Es por ello que prefiero evocar hoy al ser común.
Tras conocerlo personalmente, en mi primer año de estudiante universitario acudí a él para solicitarle su participación en una actividad de la FEU. Apenado, le advertí que no solo no tenía un centavo para retribuir su concurso, sino que tampoco dispondría del elemental medio de transporte para recogerlo y devolverlo a su hogar.
Su respuesta fue escueta: «No importa, ustedes los jóvenes de la Universidad serán pobres materialmente, pero ricos en espíritu, y eso es lo valioso. Así que, si no te importa, pasa un poco antes de la hora señalada, y nos iremos en guagua».
Por razones impensadas, hace pocos años nuestra cercanía se revitalizó, haciéndose extensiva a mi esposa y a mi hija, desde su nacimiento. En este sentido, recuerdo que al principio esta se asustaba un poco en presencia de la silueta desgarbada con prolífica melena, rematada en ocasiones por un sombrero; la voz atimbrada; la enorme, desproporcionada nariz; la boca infinita y las gafas oscuras.
De cualquier manera, gracias a la ternura compartida, el sobresalto cedió paso a una especie de identificación. Seguramente mi Camila aún no sea capaz de reparar en la magnitud de una ausencia física que, al menos a sus mayores, siempre remitirá a dos piezas entrañables del repertorio ruiz-tejeresco que no podían faltar en cada encuentro: «El fotinguito», que él consideraba su primer éxito, todavía en etapa escolar; y la siempre atrayente ofrenda martiana «Los zapaticos de rosa». Ambas declamaciones recababan la atención de la chiquilla afortunada, en trance de pequeño público.
El tiempo pasa tan aprisa que ha transcurrido un mes desde el 4 de julio, cuando inesperadamente se marchó el artífice de una obra mayor, patrimonio de cubanía y universalidad. Ahora, en tránsito por el Vedado rumbo a La Habana Vieja, todavía me parece que lo encontraré a bordo de algún almendrón cancaneante, o en un P1, 27, la ruta 20 o el P5, donde tantas veces compartimos ocurrencias.
Sí, porque son muchas las anécdotas que conservo: risibles y no tan risibles, francamente cómicas y hasta dramáticas, explosivas o cándidas, tal como fue su vida. La mayoría, prefiero mantenerlas para uso propio, mas no quisiera dejar de reflejar una reciente, como botón de muestra.
El pasado 25 de noviembre, el Teatro Mella acogió una gala por los 95 años de Marta Jiménez Oropesa, actriz y comediante a quien ambos profesamos gran cariño. Por casualidad, coincidimos en la misma fila y, tras una permuta de asientos que él propició, quedamos uno al lado del otro. Al término de la función, ya muy tarde, y como estaba convaleciente de un padecimiento visual, le prometí acompañarlo hasta su casa.
Mientras intentábamos abrirnos paso entre la densa multitud agolpada en cada resquicio, se acercó una señora mayor que, eufórica, se lanzó a abrazarlo. «Pero miren quién está aquí…» —repetía, cual disco rayado, al tiempo que el Maestro la escrutaba. Según me confiaría luego él, trataba de identificar a aquella que, por su avanzada edad, más que una fanática debió ser una amiga de juventud.
Como la señora, con ojos húmedos, no salía de su parlamento, su impaciente interlocutor hizo una mueca breve que ella supo descifrar. Entonces se desencadenó una disculpa: «Ay, perdóneme, es que me parece mentira tenerlo frente a frente. Y aunque su nombre lo tengo en la punta de la lengua… ahora mismo no me sale, de tan emocionada que estoy». «Descuide señora —ripostó el aludido—, que eso nos ha pasado a todos alguna vez. Mucho gusto; yo soy ... y dijo el nombre de un personaje». Ante la mirada sorprendida y risueña de quienes presenciábamos semejante coloquio, la dama añadió: «Claaaro, ya lo sabía. Yo me llamo Fulana de tal, y el gusto es mío».
En ese momento un muchacho, que al parecer fortuitamente había sido testigo de lo que ya yo consideraba un sketch humorístico, puso la tapa al pomo: «Vámonos para la casa, abuela. Y no seas come…, que este es el mismísimo Carlos Ruiz de la Tejera».