Fruto de la Enmienda Platt, la Base Naval de Guantánamo se ha erigido desde sus orígenes en un rincón oscuro. Desde enero del año 2002 y como parte de una supuesta guerra contra el terrorismo por el Gobierno norteamericano, ese lugar se trocó en prisión para confinar y «enjuiciar» a ciudadanos que ni siquiera son de la nación que imparte «justicia».
Allí se comenten todo tipo de atropellos, encomendados a una orden militar que a finales de 2001 firmara el entonces presidente norteamericano George W. Bush, con el fin de evadir los tribunales civiles y las salvaguardas internacionales.
No resulta extraño que reconocidos medios de comunicación —incluidos los de perfil científico— permanentemente hagan denuncias sobre las crueldades que suceden dentro de ese vergonzoso enclave. Todo es más escandaloso si a la saga se suma una de las grandes promesas electorales del presidente Barack Obama, enunciada durante su primera campaña en el año 2008 y consistente en clausurar el citado penal para principios de 2010.
El centro ha llegado a acoger a lo largo de su existencia a cerca de 800 prisioneros, de los cuales la mayoría no ha tenido cargos presentados en su contra. Un estudio realizado por Amnistía Internacional ha divulgado que entre los reclusos se encontraban menores de edad y que cerca del 90 por ciento de los detenidos habían sido arrestados por fuerzas de otros países, como paquistaníes o afganas, las cuales entregan con frecuencia prisioneros a Estados Unidos a cambio de recompensas.
Las denuncias aparecidas en distintas agencias de noticias del mundo tienen que ver con la revelación, por parte de quienes han sufrido el enclaustramiento en esa Base, de una gama más amplia de escalofriantes abusos y torturas perpetradas por la Agencia de Inteligencia de Estados Unidos (CIA, por sus siglas en inglés). Así, salieron a la luz atrocidades como que los interrogadores —o sea, los torturadores— solían mantener las cabezas de los prisioneros bajo el agua hasta el punto del ahogo.
Se suman la privación del sueño por un tiempo que puede llegar hasta las 180 horas, las amenazas de golpeaduras con martillos, con bates de béisbol, con palos y cinturones de cuero. Se ha experimentado, además, con prolongadas exposiciones al frío, la introducción de comida por vía recta, aunque ningún alimento puede ser administrado de ese modo, entre otros martirios. Y lo penoso es que en esos tormentos participaron, en calidad de verdugos, algunos médicos.
Vale la pena recordar cómo al término del año 2014 salió a la luz pública un documento de unas 600 páginas sobre las torturas de la CIA, el cual había sido aprobado a finales de 2012 por el Comité de Inteligencia del Senado de Estados Unidos. Este era el resumen de un informe mucho más extenso con cerca de 6 000 páginas, aún secreto.
El sirio Jihad Dhiab es uno de los seis presos de esa citada penitenciaría que han sido acogidos por Uruguay. Él relató a un periódico de la nación sudamericana pormenores del trato inhumano recibido en esa cárcel. En una de sus declaraciones, dijo que los médicos encargados de la alimentación forzosa —debido a sus huelgas de hambre— eran incluso peores que los guardias.
Estas nuevas revelaciones sobre un ejercicio indigno de la profesión médica pudieran ser razones suficientes por las cuales la reconocida revista estadounidense The New England Journal of Medicine, haya publicado en su edición del 11 de junio de 2015 un artículo de los doctores George J. Annas y Sondra S. Crosby, donde se condena la participación de los galenos en las sesiones de tortura.
Los autores del texto señalan que más allá de la eliminación de centros como el de Guantánamo, la comunidad médica debe enfrentar enérgicamente una complicidad que detesta la vida.
Otra actitud es incompatible con la ética médica. Nadie que respete a sus semejantes puede comulgar con lo que sucede, rejas adentro, en la Base Naval de Guantánamo, espacio que existe para vergüenza de la humanidad.