El cuentapropismo resucitó para bien del pregón, esa manera sonora, ingeniosa y desenfada de anunciar las ventas. En su entonación convergen todas las voces: desafinadas, armoniosas, de tonos roncos, claros y enredados.
Su historia, que se remonta en Cuba a finales del siglo XIX, deviene muestra vital de expresión folclórica del canto popular, como lo han definido.
Pregones de los vendedores ambulantes se expandieron desde las calles hasta el universo, gracias a que compositores y trovadores asumieron motivos de estos para crear canciones.
De los inspirados en ese cantar por las callejuelas, de aquí o de allá, quizá, las dos más famosas composiciones han sido El manisero, de Moisés Simons, y Frutas del caney, del gran escritor y compositor Félix B. Caignet.
Pero, incluso, estudiosos del tema subrayan que uno de estos anuncios originó uno de nuestros sones más trascendentes en la modalidad que conocemos en el mundo por salsa.
El músico Ignacio Piñeiro en el son Échale salsita empleó motivos del pregón de un vendedor apodado El Congo, que se dedicaba a la venta de butifarras en Catalina de Güines. Las anunciaba de esta manera: «En este cantar profundo/ Lo que dice mi segundo/ No hay butifarra en el mundo, como la que hace el Congo/ Échale salsita, échale salsita...».
Luego de estas pinceladas sobre la historia de ese arte, más o menos conocidas, voy a dos aristas inéditas de la manera de hacerlo en nuestros días.
La primera: advertir que se juega limpio, aunque existan las dudas, con aquello de «platanitos, maduración natural», para connotar que no hubo aplicación de dañinos productos químicos. O «pernil de carnero con su rabito», a fin de dejar claro que no hay gato por liebre. Se usa hoy un pregón para camuflar uno de sus productos, que reza: «Pan con su acompañante». Obvio que se trata de la mantequilla. Y hay otro audaz y tentador: «Traigo más de lo que ves, anímateee».
Algunos giros inéditos de ahora, que pululan, están destinados a comprar y ofrecer servicios. Y quienes los lanzan tienen, en ocasiones, una manera inaudita de comportarse que demerita tan añejísima costumbre, afianzada en un trato exquisito y complaciente.
Sucede que hay vendedores que pasan como una bala. Y cuando uno sale de la vivienda ya van por la otra cuadra. Si alguien los llama, responden: «Ven hasta acá». Y ahí mismo perdió un cliente.
Está también el que no entiende de regateo. «Mira, ya te dije que la latica de limón es a cinco pesos». Y para remachar, ¿tú sabes cuántos pinchazos me di para cogerlos? Y qué decir del berrinchoso que cuando el cliente pregunta los precios, aprecia las mercancías y no compra nada, recibe de súbito la reprimenda en Do mayor:«¡Compadreeee!, si no ibas a llevarte nada para qué me paraste».
En esta época, excepciones aparte, también se mantiene la ingeniosidad a la hora de anunciar a viva voz los productos, y algunos pregones mueven a la carcajada, por su contrasentido, como este: «El buen cloro, tan bueno que desbarata la tasa del baño».
De los años más recientes, quizá, uno de los más ingeniosos fue aquel que entonaba en Santa Clara, el fallecido Julio Guerra Nieblas, trabajador por cuenta propia: «¿Qué traigo aquí? El pregón del niño, el pregón de la burundanga, el pregón de la raspadura. Qué ricas están. ¡Yo me las comiera todas!».
Desde que aparecieron los pregoneros, los amaneceres son más ruidosos e imponen esa diana que, con sus cantos, va despertando a la ciudad sin pedir permiso. Bienvenido, entonces, este toque de cubanía.