El 23 de abril de 1616 clasifica en los anales de la cultura universal como una jornada infausta. Ese día —¡vaya con el azar!— murieron en distintos lugares y horarios tres íconos de la literatura: el inglés William Shakespeare, el español Miguel de Cervantes y el inca Garcilaso de la Vega.
A guisa de ofrenda a su memoria, en 1995 la Conferencia General de la Unesco designó al 23 de abril como Día Internacional del Libro, «considerando que este ha sido, históricamente, el más poderoso elemento de concentración y divulgación del saber humano y el medio más eficaz para conservarlo».
Los hispanohablantes le subimos la parada a la conmemoración, y adoptamos también la fecha para celebrar el Día Mundial del Idioma Español. Porque, ¿acaso no engrandeció la perspectiva de nuestra lengua esa obra maestra de Miguel de Cervantes que es El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha?
El idioma español —se asegura— derivó de un proceso depurador por el que varios dialectos se alteraron al socaire del latín y de los invasores romanos, godos y árabes. Se dice que hasta el griego contribuyó a su «diseño», pues le aportó a su prontuario voces como huérfano, escuela y democracia.
A fines del siglo XV, el también llamado castellano se había impuesto en España tanto como para atravesar en carabelas el Atlántico con Cristóbal Colón en busca del Nuevo Mundo. Fue en 1492, año del arribo del Gran Almirante a América, cuando Antonio de Lebrija publicó la primera gramática castellana. El suceso impulsó la evolución de esta lengua.
Fue en estas latitudes donde nuestro profuso idioma encontró su edén. Tan pronto desembarcó, enfrentó el asedio de lenguas nativas como el taíno, el aymará, el maya, el quechua y el guaraní. Tal diversidad originó que esta zona deviniera la más fragmentada lingüísticamente del planeta, con unas 120 familias de lenguas distintas y cientos de dialectos.
Así, en el siglo XVI los americanismos comenzaron a echar pie a tierra en España en los viajes de retorno de los marinos y a irrumpir en su mapa léxico con nuevas palabras fragantes a selva y a monte: cóndor, maíz, cacique, colibrí, chocolate, tomate, cacao... Años después, en 1713, se fundó en Madrid la Real Academia Española de la Lengua.
Por cierto, la primera voz aborigen aceptada en su selecto diccionario por la que «limpia, fija y da esplendor» fue huracán. Sí, la conquista resultó traumática para los conquistados. Pero, en lo lingüístico, nos dejó el saldo de la palabra, ese tesoro al que tanto debe nuestra cultura.
«Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra —dijo luego de los conquistadores el poeta chileno Pablo Neruda en su libro Confieso que he vivido—. Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes. Salimos perdiendo. Salimos ganando. Se llevaron el oro y nos dejaron el oro. Se lo llevaron todo y nos dejaron todo. Nos dejaron las palabras».
Actualmente, según Wikipedia, el español es la segunda lengua del mundo —tras el chino mandarín—, y les pertenece a los 420 millones de personas que la hablan desde la cuna. En cuestión de décadas, el diez por ciento de la población global se entenderá en ese idioma. Para 2050, Estados Unidos será el primer país hispano hablante del mundo, pues allí viven, según el censo de 2012, 53 millones de latinos, más del 17 por ciento de su población.
En nuestro idioma se han escrito algunas de las más bellas piezas literarias. Como patrimonio identitario, nos toca conservarlo y enriquecerlo. Lo dijo de esta hermosa manera un autor: «Las lenguas, como la vocación, como la amistad, como el amor, esas grandes experiencias humanas, necesita ser cuidada y respetada para durar, crecer y mejorar».