“Fue en la selva, en la amazonía ecuatoriana. Los indios shuar estaban llorando a una abuela moribunda. Lloraban sentados, a la orilla de su agonía. Un testigo, venido de otros mundos, preguntó:
—¿Por qué lloran delante de ella, si todavía está viva?
Y contestaron los que lloraban:
—Para que sepa que la queremos mucho”.
Y desde ayer lunes 13 de abril de 2015, después de recibir la infausta noticia, de esas que descalabran y cortan el respiro, una tiene ganas de llorar, y llorar como pedía ese otro mago de la palabra, el argentino Oliverio Girondo, llorar a lágrima viva, llorar a chorros, llorar el sueño, llorar ante las puertas y los puertos…, llorarlo todo, pero llorarlo bien, llorarlo con la nariz, con las rodillas… Llorar improvisando, de memoria. ¡llorar todo el insomnio y todo el día!
Claro que él sabía, siempre lo supo, cuánto y cómo lo queríamos desde esta orilla del mundo que nos tocó en suerte, la de los preteridos y ninguneados de siempre, y a los que dio voz, alta y bronca cuando de denunciar se trataba a los explotadores y secuestradores de países, a los estranguladores de salarios y a los exterminadores de empleos, a los violadores de la tierra, a los envenenadores del agua y a los ladrones del aire, a los traficantes del miedo, y la lista era larga, larguísima…, voz tierna, inauditamente dulce cuando nos bendecía Bienaventurados sean los indignados, y malditos sean los indignos. Maldita sea la exitosa dictadura del miedo, que nos obliga a creer que la realidad es intocable y que la solidaridad es una enfermedad mortal, porque el prójimo es siempre una amenaza y nunca una promesa. Bienaventurado sea el abrazo, y maldito sea el codazo, voz estremecida por el amor y la pasión que le inspiraba la Historia de nuestro continente, que él iba contando de a retacitos, con historias pequeñitas que a nadie llamarían la atención, pero que él hilvanaba y cosía con finos hilos de invisible reciedumbre, para regalarnos al final, en apoteosis contenida, las memorias del fuego que anima a nuestros pueblos postergados, indios, blancos, negros, de todos los colores, esos que él sabía escuchar en el mayor de los silencios para que la palabra confiada pudiera ser devuelta, limpia, pura, bruñida, a sus legítimos dueños.
Preguntón, respondón, con la modestia insólita de los Grandes, con la burla a flor de labios, compasiva o ruda según el destinatario de sus dardos, Eduardo Galeano, el que nos apretó fuerte contra su pecho entre tantos abrazos, fue el amigo querido que sabíamos estaba ahí, una mañana de esplendor en Casa de las Américas, o en un café montevideano, saboreando las palabras antes de estrenarlas, siempre nuevas, como recién paridas.
Chau, Eduardo, y me da tanta, pero tanta bronca tener que decirte adiós. Qué derecho tenías de morirte a los 74 años.
Me consuelo solo un poquito recordando esto que escribiste así, y te pido disculpas por seguir llorando, qué vas a hacerle, llorándote.
A veces me reconozco en los demás. Me reconozco en los que quedarán, en los amigos abrigos, locos lindos de la justicia y bichos voladores de la belleza y demás vagos y mal entretenidos que andan por ahí y por ahí seguirán, como seguirán las estrellas de la noche y las olas de la mar. Entonces, cuando me reconozco en ellos, yo soy aire aprendiendo a saberme continuado en el viento.
Me parece que fue Vallejo, César Vallejo, quien dijo que a veces el viento cambia de aire.
Cuando yo ya no esté, el viento estará, seguirá estando.
*Periodista y escritora argentina radicada en Cuba.