Comidillas en colas, paradas de guagua, barberías, centros de trabajo, en todos los lugares donde se toma la temperatura de los estados de opinión, ha sido el fraude cometido en el reciente examen de ingreso a la Universidad. Corresponde a los tribunales de justicia atender el caso, por cuanto nos encontramos ante un delito penado por la ley con profundas repercusiones en la formación ética de las nuevas generaciones. La información pública objetiva del resultado final del proceso tendrá, sin dudas, carácter ejemplarizante.
El análisis del asunto no puede quedar ahí. Los fenómenos de cierta trascendencia social obedecen a la concurrencia de múltiples factores. Los proveedores tarifados de un producto responden a la existencia de una demanda potencial que tiene su origen en la aspiración de todos los padres a garantizar el porvenir de sus hijos. Es un deseo legítimo, pervertido por una visión errónea de la realidad. El acceso fraudulento a un diploma académico considerado patente de corso para asegurar un puesto de trabajo calificado en una plantilla para dormitar allí, recostado en plácidos laureles, conduce a la larga al fracaso, la frustración y el resentimiento o, peor todavía, a medrar en las fronteras de la ilegalidad.
Allá por los años 80 del pasado siglo, en mi condición de Decana, participaba como observadora en los exámenes de fin de curso. Nunca intervine en las decisiones de los tribunales, por haber considerado siempre que preservar la autoridad del maestro es un principio sagrado inviolable. Lo hacía para valorar en lo concreto y tangible la marcha del proceso docente más allá de los acostumbrados controles formales. Al concluir la prueba intercambiaba puntos de vista con los profesores. Advertí en ocasiones en muchachos apenas veinteañeros limitaciones naturales para proseguir exitosamente una carrera de actuación. Mi comentario al respecto recibió una respuesta tajante: «En su momento, los suspenderá la vida». Un suspenso en la Universidad —argumenté—, es menos doloroso que el de la vida, definitivo y sin posibilidad de recomienzo. El otro, en cambio, ofrece vías para encontrar el mejor camino.
Un título académico avala el conocimiento adquirido. Cuando no tiene el respaldo de la verdad, se convierte en papel mojado, en materia prima desechable. El saber no ocupa lugar, decían los viejos de antaño. Es un bien invaluable que se preserva y acrecienta a lo largo de la existencia. No es solamente atributo de los universitarios. Podemos reconocerlo en la sabiduría del campesino que domina los secretos del tiempo, de la tierra y de los cultivos; en la creatividad del artesano; en la pericia de quien domina un oficio. Conservo en mi casa una repisa que lleva más de 70 años cargando libros. La hizo un modesto carpintero de la calle Peña Pobre. El barniz no ha perdido el brillo inicial. Para aquel joven, heredero de una tradición, la hechura de cada pieza constituía razón de orgullo profesional.
La improvisación y el paternalismo han conducido a soslayar la importancia de la profesionalidad. En los centros de trabajo encontramos con frecuencia efectos negativos de esa malformación en especialistas resignados a seguir mecánicamente las pautas de la rutina aprendida alguna vez, indiferentes ante la necesidad de mantener una permanente actualización respecto a su área específica del saber en espera pasiva de un seminario destinado a informar sobre un aspecto puntual. El paso por un centro de educación medio o superior implica tan solo la adquisición de las herramientas básicas de un aprendizaje que habrá de renovarse y enriquecerse permanentemente. Siempre ha sido así, pero en el mundo contemporáneo el ritmo de la innovación ha adquirido una velocidad impresionante. La obsolescencia de los equipos puede ir acompañada por la obsolescencia de las personas. En un capitalismo altamente competitivo, indiferente al destino del ser humano, esa trágica caída en el vacío sucede todos los días.
Requerido de cambios, nuestro proyecto socialista se sustenta en lineamientos que tienen por objetivo primordial al ser humano, partícipe decisivo de la construcción de una sociedad a su medida. Junto a la Campaña de Alfabetización, la Revolución Cubana llevó a cabo la Reforma Universitaria. Desde la precariedad extrema pudo implementar las bases de un vertiginoso crecimiento científico que, sin descuidar la búsqueda de soluciones a los problemas planteados por la práctica, se afincaba en la consolidación de las ciencias básicas, dado que de faltar esa integralidad, el país seguiría condenado a la dependencia heredada del coloniaje.
Para muchos, tanta audacia pertenecía al ámbito de lo utópico. Fueron los cimientos de un extenso capital intelectual que, en breve tiempo, revertiría con creces la inversión realizada, tanto en desarrollo humano como en ingresos económicos para el país. La configuración cultural del mundo se modificaba con el aporte de la ciencia, no limitada ya al trabajo de excepcionales personalidades aisladas. La voluntad democratizadora favoreció el acceso a esta zona del saber de jóvenes procedentes de las capas medias, así como de aquellos procedentes de la clase obrera y del campesinado. La creación de escuelas vocacionales favoreció la captación de talentos. Muchas familias sembraron en sus hijos el deseo de superación en el contexto de una dinámica social acelerada.
Las duras circunstancias del período especial generaron un espíritu de supervivencia que desplazó las expectativas de vida hacia los sectores que ofrecían en aquel entonces mayor remuneración o ingresos colaterales en moneda dura, lo que redundó en cambios en la escala de valores, patente sobre todo en quienes ingresaban al mercado laboral. Entre los trabajadores asalariados, la extensión de las sedes universitarias ofreció oportunidades para obtener títulos que garantizaran la promoción a cargos con mejores sueldos.
Involucrados ahora en la actualización del modelo económico, los cambios que se avecinan imponen la renovación de la mentalidad, de hábitos y costumbres adquiridos. Crecimiento económico no implica, necesariamente, desarrollo. Este último requiere la elaboración de estrategias políticas concertadas. La inversión en educación, ciencia y cultura adquiere un papel de primera importancia en una perspectiva transformadora. La modernización de la infraestructura y del equipamiento, la expansión de la industria y de la agricultura requieren personal altamente calificado, con iniciativa, y dotado de inquietud por la superación. También son indispensables la ética profesional, la disciplina, el rigor en el análisis de los problemas y un sentido de la responsabilidad personal. El capital intelectual es una fuerza productiva que contribuye al bienestar de la sociedad. Su formación no constituye un gasto. Es una inversión.
Los padres sueñan con un porvenir promisorio para sus hijos. Para encaminar a nuestros hijos a través de los escollos de una existencia en la que algún día dejaremos de estar a su lado, precisa enseñarlos a valerse de sus propias fuerzas. El niño que comienza a dar los primeros pasos vacilantes, tropieza y cae. Así va aprendiendo. Luego, poco a poco, habrá de ir incorporando que tiene derechos y deberes, tanto como pequeñas responsabilidades en el hogar y, sobre todo, en el estudio.
Padres y maestros no deben suministrar eternamente una papilla predigerida. «Empínate», dijo Mariana Grajales a uno de sus hijos. Era en tiempos de la Guerra Grande. Ese llamado vale también para el batallar de la vida, lo que constituye una manera de realización personal por el despliegue de todas las potencialidades que cada cual trae al nacer. De la mano de padres y maestros, tenemos que ir soltando amarras y valernos de nuestras propias capacidades. Solucionar problemas en la tarea cotidiana del escolar es una forma de entrenamiento para los imprevistos que nos presentará la existencia.
La ética se integra al conocimiento para la vida. Puede ser una rama de la filosofía, pero se concreta en el quehacer profesional del obrero, del empleado, del graduado universitario. Es inseparable del quehacer de un médico en la atención de un paciente, del constructor que asegura los cimientos de una casa, en el maestro que conduce la formación de sus estudiantes. Y el rescate de la profesionalidad real es imprescindible en la hora que estamos viviendo.
Papeles son papeles cuando los diplomas académicos no avalan el conocimiento real. Se engañan los padres y maestros que pretenden allanar caminos por vías fraudulentas. Propician, sin saberlo, el trágico e irremediable fracaso de las generaciones emergentes, adobados muchas veces por la ponzoña, la envidia, el resentimiento y la amargura.