Si se pudiera canonizar en el deporte cubano, ya hacía rato en Pinar del Río hubieran santificado a Alfonso Urquiola.
Sería un altar un poco inusual, bien sincrético, con esencias de San Rosendo, patrón de Vueltabajo; con alusiones al credo propio de un país devoto a la Caridad del Cobre y siendo por demás Urquiola de Bahía Honda, legión de fuertes creencias afrocubanas.
Más que un lugar de culto, él sería una figura de veneración. Sobrevendría cual especie de rincón de socorro para los aficionados del pasatiempo nacional en el Occidente cubano.
Y no es precisamente porque Alfonso Urquiola sea un mártir; no es el manager pinareño una panacea, pero nadie puede negar que es oportuno y brinda fe a los «creyentes» beisboleros del patio cuando la esperanza anda medio perdida.
Sus discípulos le han querido, le han negado, le han implorado, le han exigido. Él, impoluto, palmea los hombros, complace cuando lo cree justo, aconseja, guía, se vuelve empuje y sostén y ánimo, como en aquella imagen durante el recién finalizado choque Industriales-Pinar del Río, en la cual se veía al manager llevar abrazado por la cintura al pitcher Julio Alfredo Martínez cuando se despedía del montículo, como quien bendice a sus retoños por portarse bien.
Ha vivido de todo el timonel del Tsunami: desde la adoración incondicional, hasta el temporal repudio de aquellos malos practicantes faltos de confianza o condicionados por situaciones complejas. Si Pinar está bien: «¡Gracias, Urquiola mío!». Si está mal: «¡Ay, Urquiola!».
Al principio de la actual Serie escribía en una entrevista con el líder pinareño: «A Alfonso Urquiola no hay quién le “haga un cuento” sobre la actitud venática y pasional de la afición beisbolera. En el mismo parque Roberto Amarán —especie de Parque Central en tema de peñas deportivas— donde lo veneraban al liderar al team verde que conquistó la corona en la Serie 50, tras más de una década sin acariciar la presea; donde solo tiempo después despotricaron en su contra por la polémica ausencia de un jugador del patio en el Cuba, hoy lo reciben con palmas en el hombro: “Qué bueno que vuelves a dirigir el equipo, a ver si hacemos algo”».
Pero no es un hombre de resentimientos; acoge a adeptos y detractores, perdona los deslices de sus hijos, los exime y guía como hizo recientemente en la impresionante remontada contra Industriales.
«Soy un hombre de béisbol y moriré con el equipo de Pinar del Río», dijo esa vez que lo entrevisté en una céntrica esquina de la ciudad.
Es un hombre de ley, rodeado de su equipo técnico, variedad de predicadores de la fe «urquioliana»; y de una novena consciente de cada circunstancia y momento, ha hecho el milagro.
«Siempre me tocan períodos difíciles, épocas complejas e históricas», continuó aquel diálogo inicial donde confirmaba su vuelta al frente del equipo pinareño. «Ya estoy aquí para tratar de dar todo lo que pueda, como siempre he hecho. Y vamos a ver qué pasa».
Ha pasado bastante. Más de lo esperado, dirían no pocos. Si se le gana a Matanzas, pues esa será otra historia. En estos días, tras esa remontada increíble, en el año del retorno del mentor que llevó a los pativerdes a la gloria en la Serie de Oro, solo queda en el terreno del Capitán San Luis, persignarse: «¡Gracias, Urquiola!».