Acaeció en un teatro de Barquisimeto, en el estado venezolano de Lara. Él subió al escenario, esparció un poema en el aire y, contra todo libreto, dijo que iba a declamar otros versos.
Alguien lo regañó desde una esquina de las tablas, oculto por la cortina; pero el niño pareció no dar importancia a la seña que le exigía terminar. Así empezó el largo corrido de más de ocho minutos. «Unos lo llaman Maisanta y otros El Americano…».
Era la elegía del bardo de Cumaná, Andrés Eloy Blanco, dedicada al general Pedro Pérez Delgado, ese que fue bisabuelo del mismísimo Hugo Chávez Frías; ese que, a lomo de caballo y con la valentía como traje de guerra, devino caudillo imbatible hace un siglo.
Mientras el muchachito declamaba, reparé en su estatura y le calculé diez años. Pude predecir en su ropa, roída por el tiempo, la cuna empedrada. Traía unos tenis descoloridos, pantalón rojo y un sencillo pulóver blanco. Y los ademanes encendidos por las estrofas: «...llanero alza’o, canto, silencio y canto (...) No hay quien le pique adelante, no hay quien le aguante la carga, no hay guerrillero en los llanos que le eche la colcha al agua».
Así, a medida que tejía la declamación, extensa como un río, iba enardeciendo y sacudiendo a los mayores, atrapando a la multitud y trasladándola a las sabanas, a los jinetes, los relinchos, los machetes, batallas...
Después de los aplausos, cuando ya el acto era mutismo, supe que se llama Mauricio y que se había aprendido el poema sin leerlo nunca, solo escuchándolo por la radio o por la televisión, a veces en la propia voz de Chávez.
Lo miré más de cerca, aprecié el rostro redondo e inocente, los ojos a la espera, las manos sin pulcritud.
Entonces repasé las ocasiones en que, desde Cuba, había admirado por la televisión a otros niños venezolanos recitar cósmicamente, sin faltarles el aire y sin perderse en el amplio kilometraje de las estrofas. Los recordé, con sus brillos naturales, en la campaña presidencial de Maduro o en actos multitudinarios presididos por el Comandante Eterno.
Y ahora al cabo, al ver detonar en la garganta de Mauricio a ese Maisanta revolucionario de a caballo, palpé a corta distancia —que es la mejor para comprobar los hechos— los efluvios culturales que la Revolución Bolivariana comienza a dejar en las nuevas generaciones de venezolanos, sobre todo en aquellas que fueron preteridas en otros almanaques.
¿Cuántos Mauricios le hubieran cantado a Bolívar, a la patria, a la historia y a los símbolos en una plaza llena si no hubiese emergido este proyecto que la derecha mundial quiere apuñalear con ardides elaborados en laboratorios de guerra sucia? ¿Cuántas estrofas hubiesen saltado a las bocas de los que antes no tuvieron voz? ¿Cuántos hubieran dedicado tiempo de sus complejos días a aprenderse un poema del ancho del Amazonas si no hubiesen tenido el verso inspirador de Chávez, declamador probado y consumado para su amada Venezuela?
La respuesta es obvia, más allá de afiliaciones políticas. Lo digo porque Mauricio y sus coetáneos todavía, probablemente, no puedan conceptuar ideologías, pero ya comienzan a distinguir la infinidad de la Patria, el corazón de los héroes, la fuerza de los versos y el significado del grito ¡Maisanta!