Mi crónica azul ayer se me perdió. Hace algún tiempo su gracia no viene a mis cuartillas, parece no gustar de las carnadas que le pongo junto a la máquina de escribir —mi computadora de la tercera edad no es sino una buena máquina de escribir— y se va a cenar, y a ser cenada, en los predios de otros colegas.
Creo saber por qué me abandonó la crónica: por intentar sumergirme en su teoría para ciertas ponencias inciertas, por descubrir indiscretamente sus secretos cuando su esencia misma es el misterio. A ella no se le podría reparar como al motor de un auto o a la lavadora doméstica, porque se rompería definitivamente.
Parece que lo intenté y me respondió: se fue molesta, medio cubierta y medio desnuda, que es lo mismo y ruboriza igual. Se fue ofendida y ahora yo, que le llevo flores y le hablo de Martí y Rulfo, de Julio Camba y Luis Sexto, no logro convencerla. No la seduzco siquiera leyéndole dulcemente, «maríamente» leyéndole, los versos de la Loynaz.
La crónica es género orgulloso: ninguno exige tanta entrega del autor, tanta fidelidad acuartillada, tanto detalle de novios recientes… La mía, que es una sola con muchas anécdotas, viste de azul, no de mezclilla sino de cielo, que es el único tono que parece sentarle. Y azul se me perdió.
Yo estoy aquí, especie de Penélopo que espera que su reina escrita vuelva tras una «cronisea» homérica que, seguro, incluye en su periplo batallas, naufragios, peligros, cantos de sirenas, amores y otras letras. Y tejo y destejo otros trabajos esperando que ella vuelva para evitar que nuevas pretendientes —la información formal, el reportaje de un solo tajo, la entrevista sin vista…— ocupen su espacio.
Mi crónica azul ayer se me perdió. Desapareció a mi vista, mientras pastaba en mi pecho. Aunque no tengo maneras de pagar cualquier información, solo espero que, si no vuelve, haya ido a cabalgar en el unicornio de Silvio.