Puerto Rico se movilizó el miércoles 29 de mayo en un escenario de celdas improvisadas en San Juan, Arecibo, Caguas, Mayagüez y Ponce. Por minutos, se encerraron los participantes en una jornada de denuncia y clamor de libertad que llamaron «32 por Oscar».
Personalidades políticas, sociales, de la cultura y el deporte, amigos y familiares de Oscar López Rivera, simulaban la prisión del patriota puertorriqueño, que cumplió ese día 32 años de cárcel severa, cruel, como acostumbra la justicia de Estados Unidos para con sus prisioneros políticos.
Oscar, quien nació el 6 de enero de 1943 en San Sebastián del Pepino, Puerto Rico, aunque creció desde su adolescencia en Illinois, a donde emigró su familia, no perdió jamás las raíces borinqueñas, que también encontró en el barrio compartido por latinos y afroamericanos. Como muchos de esos jóvenes fue reclutado y tuvo que participar en la guerra de Vietnam, donde comprendió mejor el sistema al que se enfrentaba: racista, discriminador, imperio de la brutalidad policiaca, del doble rasero para la mayor parte de quienes se supone nacen en libertad y democracia.
Sin prever el símil deparado por su destino de luchador independentista, en sus años juveniles integró del Comité por la Libertad de los Cinco Prisioneros Nacionalistas de Puerto Rico (Lolita Lebrón, Rafael Cancel Miranda, Irvin Flores, Oscar Collazo y Andrés Figueroa Cordero). Como ellos, Oscar es ejemplo del «crimen» de no rendirse.
Acusado de ser miembro de un grupo clandestino independentista, y participar en Chicago y Nueva York en actos de sabotaje, a Oscar lo encarcelan en 1981 y lo condenan a 55 años de prisión por «conspiración sediciosa». El castigo les pareció insuficiente y en 1988, mediante una verdadera conspiración del Gobierno, le fabricaron un escenario de escape de la cárcel, que le valió 15 años adicionales.
Oscar López Rivera ha estado encerrado en prisiones de máxima seguridad como Marion y Florence, con prolongadas estancias en el «hueco», condición equivalente a tortura. Solo en 2008 fue llevado a una penitenciaria de seguridad media, Terre Haute, donde debe presentarse cada dos horas para las verificaciones del personal.
Jan Susler, su abogada, recordó hace poco que en 1999 el entonces presidente Bill Clinton concedió un indulto presidencial a varios prisioneros políticos boricuas pero López Rivera no aceptó algunas de las condiciones que pretendían imponerle y tampoco quiso dejar a otros compañeros que no fueron incluidos en el indulto.
Nada de las inenarrables violaciones a sus derechos han mellado su conciencia, su firmeza independentista, su integridad, y a sus muchos valores humanos ha unido —al igual que Antonio Guerrero—, las dotes artísticas y su obra pictórica ha recorrido EE.UU. y Puerto Rico como denuncia de la injusticia y aldabonazo a la solidaridad.
Cuánto se parecen los luchadores puertorriqueños y cubanos. Pocas visitas familiares, «arbitrarias y punitivas» —explicaba una periodista puertorriqueña—, porque su hija Clarisa debe viajar desde Puerto Rico, y a su nieta Karina, que pronto se graduará en la Universidad de Illinois, solo pudo tocarla —no abrazarla, ni besarla— cuando cumplió los ocho años de edad…
Oscar López Rivera, como Gerardo Hernández, Ramón Labañino, Fernando González y Antonio Guerrero, podría ver la libertad si el presidente de Estados Unidos pusiera en práctica con probidad, la justicia. Para ello hace falta el coraje que les sobra a estos cinco hermanos, a muchos que ya han pasado por la ergástula imperial, y a los no pocos prisioneros políticos que todavía permanecen en sus galeras.