No hablaré de la naturalidad inherente al concepto de lo espontáneo, ni de la sencillez con que el espontáneo —casi siempre— asume su proyección, bien recibida y agradecida por muchos.
Quisiera concentrarme en enfoques de una cualidad que no siempre puede ser la condición que inicia el camino y sustenta las acciones hacia el feliz desenlace de metas, aspiraciones individuales y colectivas.
Admitámoslo: aún arrastramos en muchos lugares un modo de hacer cosas en que el trabajo cotidiano se deja al azar, a la voluntad de unos pocos o de una mayoría sin rumbo ni concierto, y que lamentablemente deriva en la espontaneidad de todos o de nadie, proporcionando muy escasos frutos allí donde se manifieste.
Si el voluntarismo fuese una línea de ferrocarril, podría aseverarse que no hay tren que marche por ella o por lo menos ninguno lo haría bien.
La imagen utilizada podría parecer extraída de un relato de ficción, pero se oculta detrás de experiencias reales de numerosos compatriotas.
En nuestra cotidianidad esos trazos insisten en encontrar espacio. Afloran, por ejemplo, en esos balances laborales o de organizaciones en que problemas planteados hasta el cansancio retornan al centro del debate una y otra vez.
En uno de ellos me sentí atrapada hace solo unos días. Los presentes en la reunión no imaginaban que entre ellos, como invitada, se hallaba esta reportera quien, coincidentemente, estaba en el mismo lugar y ante las mismas caras… seis meses atrás.
Del escenario anterior regresaban no solo los mismos problemas, sino también un ambiente de inactividad en que los protagonistas procuraban respuestas al margen de su espacio, obligación o intereses comunes.
Después que el esférico de la discordia saltó de mano en mano, uno de los presentes asumió el trabajo de ese colectivo, carente hasta el momento de un líder en que sobresalieran la disciplina y organización. Ahora parecen haberlas hallado, con lo cual podrán dejar muy poca brecha a que la inercia, el descuido o la indiferencia se alíen al «quizá, tal vez, a lo mejor».
Y es que ni el más sencillo planteamiento propuesto por un colectivo puede quedar a la espontaneidad, al hecho de que alguien suponga que las cosas marcharán invariablemente bien, con lo cual no habrá hecho otra cosa que improvisar.
El trabajo de un grupo de personas puede enriquecerse a partir de actos espontáneos que se integren a un ejercicio creativo individual y colectivo. Esos pueden contribuir al logro de ambientes más participativos, socializadores y de comunicación.
Pero habrá de existir un liderazgo, una guía o ¿quién cohesionará a todos para gestionar o exigir soluciones? De no ocurrir ello, ¿quién o quiénes serán, a la larga, los responsables, sino el mismo colectivo que no logró enmendar su mayor vulnerabilidad, su espontaneidad magnificada, razón por la que nadie se responsabilizó con acuerdos o dio seguimiento a las inquietudes?
El tema da para más, pero una idea martillea las sienes: si la espontaneidad es la vía de proyección hacia el futuro, ¡cuidado!, porque a ella —mala consejera— pueden arrimarse sus hermanos la improvisación y el conformismo.