Hace ya un año le debo a Pablo, y a mis semejantes, contar esta historia que es la de la entrega, y la de constatar que todos los caminos del dar y el recibir están conectados en nuestro mundo.
Pablo Lemus Fernández es de Consolación del Sur, Pinar del Río. El día que le conocí tenía su hogar en la ciudad cabecera de esa provincia. «No sé si usted sabe —me dijo con serenidad en aquella visita que le hice— que yo estudié Ingeniería Mecánica en la Unión Soviética. Y entonces, cuando regresé a Cuba en 1981, mi hermana, que había padecido de los riñones desde los seis años, estaba en estado crítico y papá quería darle su riñón».
La hermana Eneida tenía 22 años cuando parecía que la vida se terminaba tras 24 meses de tratamiento en hemodiálisis. Pablo había leído en una revista Sputnik, en la extinta Unión Soviética, que los trasplantes de riñón se hacían; pero al llegar a la Isla le dijeron que esa técnica estaba por abrirse paso (se habían hecho solo dos trasplantes, y uno de donante vivo que no tuvo éxito).
El primer trasplante de riñón, con donante vivo y exitoso, tuvo lugar en 1982. El donante fue Pablo; y la receptora, su hermana. Las grandes decisiones se tomaron cuando una noche el padre del hogar llegó con los resultados de los análisis hechos en La Habana a miembros de la familia: «El riñón que sirve es el de Pablito», dijo el viejo.
Hubo críticas. Alguien se atrevió a decir que la joven había estado «casi muerta» dos o tres veces, y que para qué iban a arriesgar la vida de un hombre sano… Pablo respondía firme: «Ya he vivido 30 años; y mi hermana no ha vivido, lo que se dice vivir, ninguno».
El día de la visita me atreví a preguntar: «¿Cómo es la relación suya con su hermana? Usted no es Dios, pero le regaló muchos años de vida. ¿Hablan sobre eso?». Él reaccionó como quien se fuga por una puerta lateral: «Yo llegaba a los lugares y era popular. Me pusieron en un altar, sobre todo mi mamá y una tía».
El tema apareció ampliamente divulgado en la prensa cubana el 25 de febrero de 1982. Pero ahí no terminaron los grandes sucesos en la vida del protagonista: años después le fue detectada una cirrosis hepática cuya única solución estaba en un trasplante de hígado. Salvo en momentos de sentirse muy mal, Pablo nunca dejó de trabajar, al punto que las veces que le avisaron de que había llegado el momento del trasplante, porque un donante compatible había aparecido, él estaba en el trabajo.
En La Habana, en el Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas (CIMEQ), Pablo entró al quirófano un día a las seis y 20 de la mañana, y, si mal no recuerda salió al filo de las cinco de la tarde. «Esa segunda vez no me puse ni nervioso. Iba tranquilo», recordó con su típico aplomo. Aunque sufrió un peligroso sangrado que los médicos lograron controlar, tuvo una recuperación admirable. Se incorporó a su trabajo en una empresa de transporte en cuanto le fue posible, y siguió su vida como si nada excepcional le hubiese sucedido.
Hace muy poco conversamos. Le leí estas líneas. Comentó, desde una emoción palpable, que solo faltaba una idea: «Mi hermana y yo, toda la familia, no tenemos cómo agradecer a nuestros médicos».
A la visita de hace un año yo había ido lista para el asombro, para hablar de milagros y admiraciones desmedidas. Pero me desarmó un hombre humildísimo, que prefería hablar de cualquier cosa menos de su entrega o de su buena suerte por la entrega de otros. Pablo prefería bromear con cualquier detalle, con el arma de un humor demasiado sutil, casi imperceptible.
En aquel encuentro con alguien que defiende la vida sin estridencias, me ampararon dos ideas: hay que vivir sin miedos. Y lo otro: hay que darse, no porque el universo esté tejido con rutas de doble vía y uno merezca recibir en tanto dio, sino porque, al darnos, estamos enalteciendo a nuestra especie y poniéndola a salvo de abismos que tal vez ni pudimos sospechar.