No había escuchado el término hasta que un compañero de aula, en el mismo primer año de la Universidad, lo soltó: ¡Chicharrones!
Con ese vocablo definía a los estudiantes lisonjeros, complacientes a ciegas, que pretendían escalar peldaños friéndose en la rancia manteca de la adulación.
Hasta ese entonces en mi español, influenciado por los más diversos giros pueblerinos, los denominaba simplemente «guatacas» y la palabra de mi condiscípulo me sonaba a piel de cerdo derretida en un caldero. Pero después supe que nuestro diccionario de la Real Academia acepta ambas expresiones.
Luego comprendí que, más allá de preciosismos lingüísticos, esos chicharrones —o como se nombren— les hacen daño a la nación, porque están diseminados no solo en universidades; también en oficinas, fábricas, empresas, surcos, hospitales, puestos de servicio, en fin, el mar.
Y que su grasa no solo eleva demasiado el colesterol del tejido social de Cuba. Promueve, además, el inmovilismo de la carne y el cerebro; porque quienes todo lo acatan y elogian sin postura crítica no podrán poseer jamás la capacidad de análisis y objeción, dos cualidades necesarias para impulsar el desarrollo, el progreso de la mente… del cuerpo.
Los adulones engordan el servilismo, el vasallaje, la sumisión. Se convierten en simples «movedores» de cabeza hacia arriba y hacia abajo. Contaminan los nombres de sus superiores al apostar cada día por una frase favorita: «Sí, jefe», a veces trastrocada por una peor: «Lo que usted diga, jefe».
Aunque quizá el lado más execrable de la guataquería sea la dosis de chisme y de «chu-chu-chu» que conlleva, la filosofía de cuchillo a la espalda que entraña.
Resulta difícil ver a un chicharrón que no teja una intriga en contra de un presumible compañero, que no apueste a la insidia o la habladuría como método para congraciarse. Ya lo dijo, desde hace siglos, refiriéndose al tema, el escritor español Francisco de Quevedo: «Bien puede haber puñalada sin lisonja, mas pocas veces hay lisonja sin puñalada».
Ahora bien, no hace falta un diplomado en «Chicharronería barata» para advertir que un adulador es simple polvo en el viento si sus lisonjas no encontraran un oído al que cosquillear. Un guataca sería un vano estorbo, lejos de representar cualquier peligro potencial, si no hallara un «rajá» al cual recostarse y servir.
En esa cuerda siempre viene a la memoria el Che Guevara, opositor perenne de las alabanzas a su grado y a sus posiciones, crítico a rajatabla de los zalameros gratis, buscador eterno de la palabra «compañero».
Tal arista guevariana, practicada también por otros a lo largo de la historia, habría que ponerla de moda en todos los escenarios cubanos —más en estos tiempos de necesarios cambios— para que tales chicharrones no nos indigesten el vientre, la sociedad y la vida.