En los vericuetos de la teorización se disipa a veces la manera de atajar muchos de nuestros problemas, por la predilección, generalizada, de subrayar que las conductas impropias son el resultado de la falta de educación.
En disímiles escenarios, incluidos los empresariales, anteponen esa frase como causa principal, en vez de obrar, sistemáticamente, para cercenar el mal de raíz. Así, indirectamente, la culpa de los continuos patinazos, en última instancia, la tienen otros.
Si de algo se puede vanagloriar nuestro país es de su sistema de enseñanza, que empieza en el círculo infantil, pasando por la primaria, secundaria, preuniversitario y la universidad, más dos canales educativos.
Recordemos que, antes de graduarse, un universitario ha pasado cerca de 17 años de su vida en las aulas, mientras que el bachiller permanece 12. Y sabemos que se formaron, y forman, miles y miles de profesionales, y que la inmensa mayoría de los cubanos venció el duodécimo grado.
Esa realidad demuestra —digámoslo sin sonrojo— que en la falta de conocimientos no radica la causa de tales problemas, avivados —es cierto— por apremiantes situaciones económicas.
Entonces, ¿por qué insistir en la falta de educación como causa principal, eximiendo a otros fenómenos causales como, por ejemplo, el descontrol, cobijado en el compadreo y bajo cuya sombra comulgan los culpables por temor, esos que no hacen pero dejan hacer; los irresponsables natos que nadie sabe cómo llegan a escalar una posición netamente controladora; los que actúan con deslealtad, camajanes de la doble moral y, por último, los que conscientemente meten la mano y hasta el cuerpo completo?
Con un formidable andamiaje de gente que cobra por fiscalizar, resulta cuando menos pasmoso que casi siempre —por no ser absoluto— las ilegalidades las revelen los controles fiscales, la policía económica o inspecciones sorpresivas del Gobierno y el Partido.
Entonces, ¿qué encandila a esos numerosísimos ojos que hace que se les escurran muchas veces los delitos de poca o mucha monta, al igual que las indisciplinas laborales que ocurren bajo el techo que los abriga? Obvio que no es la falta de instrucción.
La escuela —que para eso está— desempeña un papel primordial en enseñar buenas conductas. Pero esa educación necesita, para fijar sus valores, el necesario complemento en la casa, en el centro de trabajo, en el barrio y... en todas partes.
Cuando en el seno familiar, como ocurre muchas veces, se aceptan actuaciones improcedentes, sobreviene el perjuicio, casi irreversible, en la formación de los hijos.
En edades tempranas, esas en que se empieza a conformar la personalidad, los padres son, como en ningún otro momento, el paradigma de sus descendientes.
Ahora bien, sería una utopía dejar solo a la conveniencia de cada cual el asumir o no la conducta correcta, o enviar el mensaje de que para cambiarla se necesita muchísimo tiempo. De esta forma les servimos un pretexto a los remolones, a los desinteresados y a quienes se les ha esfumado el sentido de la responsabilidad para actuar oportunamente: los que tiran siempre el machetazo después que pasó el majá.
Para evitarlo vale recabar de cada cual la interiorización de cuán importante es despojarse de actitudes indebidas pero, parejamente, hay que apretar el acelerador de la exigencia, insustituible contrapartida para fijar o afianzar lo que aprendimos en la escuela.
Cuando se quiere ejemplificar en qué consiste una actuación consecuente, que ayuda a fijar los buenos preceptos, suele acudirse una y otra vez a aquella escena del niño que llegó a la casa con un lápiz ajeno y la madre, al otro día, lo acompañó a la escuela para que lo devolviera. ¡Qué clase de lección! ¡Y para toda la vida!