Sería simple si existiese justicia en Estados Unidos y conciencia de cuánto sufrimiento físico y moral ha derramado entre quienes considera «enemigos» y a quienes ha violado sus derechos humanos.
Pero no es esa la voluntad, así que el Presidente de la Casa Blanca no seguirá el ejemplo de 60 000 estadounidenses que han firmado una declaración en la que se excusan ante Maher Arar, por las torturas sufridas.
Dave Cole, corresponsal de temas jurídicos de la publicación The Nation y autor del libro Los memos de la tortura: racionalizando lo impensable (The Torture Memos: Rationalizing the Unthinkable), ha publicó el martes un trabajo bajo el título ¿Podrá Obama decir que está apenado por el papel de EE.UU. en la tortura de un hombre inocente?
Hasta el momento no hay reacción alguna del mandatario ante la petición que le hace el extenso grupo de sus conciudadanos para que firme la petición que comienza con estas palabras: «Me disculpo ante Maher Arar por la tortura que sufrió a causa de las acciones de oficiales de EE.UU. y le urjo a usted a hacer lo mismo».
La petición a la Casa Blanca fue introducida por tres organizaciones no gubernamentales, Amnistía Internacional, El Centro por los Derechos Constitucionales, y la Coalición Religiosa Nacional contra la Tortura, las que consideran que lo menos que puede hacer la Casa Blanca, diez años después de los hechos, es una admisión de culpabilidad en el caso del ciudadano canadiense Maher Arar.
En el año 2002, cuando Maher Arar viajaba desde Europa hasta su hogar en Canadá y hacía el trasbordo de vuelo en el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York, agentes del Buró Federal de Investigaciones (FBI) lo detuvieron, incomunicaron e interrogaron hasta que fue deportado… a Siria, donde, según el investigador Cole, fue encerrado un año y diez meses en una celda subterránea del tamaño de una tumba, hasta que concluyeron que no había base alguna para preocuparse por Arar, así que lo liberaron. Siria era el país de nacimiento del ingeniero en telecomunicaciones, pero su familia había emigrado a Canadá desde que era un adolescente, y adoptó esa nacionalidad.
Según The Nation, una comisión gubernamental canadiense que investigó los hechos no encontró quiénes fueron los funcionarios de ese país norteño que alertaron al FBI sobre Arar, transmitieron información falsa sobre su persona como «de interés» en una investigación de supuesto terrorismo, y por tanto era blanco para el cuerpo represivo estadounidense.
Pero el Parlamento de Canadá, en forma unánime, sí se responsabilizó con el error y hubo una compensación de 10 millones de dólares canadienses por las heridas y daños que le causaron en los casi dos años de encierro. Sin embargo, ese yerro es totalmente de la administración de una Casa Blanca que en ese entonces ocupaba George W. Bush y su tenebroso equipo de gobierno, pero de ahí no sale el mea culpa.
Hay mucho más contra Maher Arar en la actuación de un régimen que inventó una selectiva e infinita «guerra contra el terrorismo», entronizó la tortura como método habitual de interrogatorio, e introdujo cárceles secretas y «detenciones extraordinarias»: el canadiense está todavía en la lista de quienes no pueden entrar en Estados Unidos, y advierten las autoridades del imperio que no puede haber una investigación sobre el incidente porque revelaría secretos que minarían su seguridad nacional, «secretos de Estado» privilegiados en el año 2009, cuando el actual Fiscal General, Eric Holder, protegió de hecho a la administración precedente, cuando permitió la clasificación de reportes para que no fueran revelados y oficiales claves rehusaron participar en la investigación.
Así de sencillo se libran de una corte de justicia que bien podría emular con la de Nuremberg por los crímenes acumulados en la guerra contra el terrorismo. En Estados Unidos, tortura e impunidad inclinan la balanza a favor de lo maligno y la injusticia.