Un borrascoso día, de la resaca de lo vivido los médicos te indican que el miocardio renquea, fatigoso de anginas y otras carestías. Y te descubren también un perverso dulzor que, sin saberlo, hace tiempo hierve en tus arterias y las va matando suavemente, complotado con las grasas: diabetes mellitus. Predisposición genética, azar o saldo de torpes hábitos, el mal es irreversible. La Naturaleza te pasa la cuenta por tanto albedrío. Debes recomenzar y alfabetizarte en los códigos de una vida sana. Adiestrarte en cautelosos hábitos, y «que te quiten lo baila’o».
Azúcares e insuficiencias cardiacas comienzan a reducir tu mesa, por prescripción de buenos médicos, a las magras porciones de un monje salesiano, acompañadas de píldoras. Todo muy aburrido. Ay, aquello de… «Échale salsita»… goces del paladar y libaciones… desafueros que solo quedarán en la memoria afectiva…
Exámenes, análisis, pinchazos, y una estera que acelera el ritmo de los pies hasta que te fatigas. Positiva la ergométrica. El doctor Ángel Gaspar Obregón te lo dice claro, con la autoridad de un noble Hipócrates de estos tiempos: «Si aprecias tu vida, no tienes otra alternativa que someterte a una coronariografía».
Te ingresan y preparan. Aprendes a relajarte… Tienes que colaborar mucho ese día. Lo harás por ti y los tuyos. Sereno… De la mano del doctor Obregón y su brillante equipo, un catéter chismoso e implacable penetra tu ingle y avanza por la arteria, hasta las coronarias, ahí mismo en el umbral del músculo incansable, esa bomba que irriga la vida y puede convertirse en una mortífera carga…
Convaleciente en terapia, crees que morirás de dolores que te hincan la hinchada ingle. Fue complicado tu caso; no podía ser de otra forma. Pero vas a mejorar, entre las sonrisas de Tita, Regla y Mailenis, las enfermeras que te despiertan. Alguien desarma el entizado de esparadrapo con extrema delicadeza y paciencia, para que no te duela tanto…
De nuevo en la sala donde ingresaste, tu compañera te besa y abraza, como al retorno de un peligroso extravío selvático. Es haber vencido una prueba del destino. ¿Quién, tan ortodoxamente materialista, seguirá ignorando los misterios del destino?
Te has salvado como náufrago en tabla. Tu vida, la de todos, está en manos de doctores como Obregón, Irina, el inmenso Julio César Hernández, Alejandro y las enfermeras que te siguen los pulsos y los latidos; y te pinchan amorosamente, siempre con un cariño muy cubano.
Te dices, ¿cómo voy a olvidar a estos ángeles guardianes que solo me ruegan cuide mi salud y siga al pie de la letra consejos, para seguir subiendo la cuesta?
Te avergüenzas de solo imaginar una flaqueza, cuando miras a tus lados:
Inocente Iznaga, el Jilguero de Cienfuegos, luchando por la vida, entre diálisis y diálisis, a los 81 años, rodeado de la veneración de su familia, una gran familia donde todos se disputan el deber de cuidarlo. El Jilguero, gloria del canto labriego, haciéndome una décima que siempre guardaré muy hondo. El Jilguero silencioso, con los ojos entreabiertos, recordando tanta canturía...
En la otra cama, Manuel Currá: más de 50 años trabajados en la fábrica La Estrella, ahora con una sonda urinaria y otras complicaciones; pero apetito voraz y unas ganas tremendas de volver a Aldabó el muy veterano, para montar la mesa de dominó y ¡darle agua!, y pollonas a los viejos del barrio. Manuel viudo y humilde, de una familia pequeña, pero inmensa en cariños: su hija Fina y la nieta Gretel relevándose día a día, siempre con buen humor.
¿Qué me voy a creer entonces, ante tanta grandeza? ¿Cómo voy a flaquear en un sitio límite, donde se desafía a la muerte cara a cara, y se desatan las complicidades afectivas entre pacientes, acompañantes, médicos y enfermeras, en una confabulación solidaria por estar vivos todos? ¿Qué más voy a pedir rodeado de los míos? ¿Qué no voy a hacer por merecer tanta confianza?
Un stent de última generación, que no tiene precio, activa ahora mi coronaria y alista el corazón. Nunca valdrá lo que tantas manos, mentes y corazones han hecho por mí.
Al miocardio, ese músculo que irriga o detiene la vida, le han atribuido los sentimientos. Pero hace mucho tiempo se sabe que el alma anda detrás de la frente, y apenas el palpitar de diástoles y sístoles es un servidor a las órdenes del cerebro. El más sufrido y laborioso de todos los órganos.
En resumen: No tengo otra opción que, con disciplina, cuidarme. A partir de ahora solo desearé salud al prójimo. Sí, salud que inunde el universo. Salud que no te pertenece a ti egoístamente, si no también a los tuyos. Salud para comer y para llevar. Lo aseguro, de buen corazón.