Aunque seis meses casi nos distancian del próximo año nuevo, me parece que es hora de quemar el muñeco feo y derrengado que, antes, por lo general, incinerábamos el 31 de diciembre como símbolo del «año viejo». Más allá del folclor, de la diversión, se podría haber percibido en las llamas y el humo del trapo y la paja el olor de la sabiduría del pueblo: ¡Quémate, año viejo, piérdete en el espacio para que no seas angustia, ni remordimiento, ni rencor!
Ese podría haber sido el conjuro esencial de aquel acto simbólico, ya hoy poco común en Cuba. Al recordarlo no pretendo forzar las analogías y las deducciones políticas. Sencillamente, me parece descifrar una intención de índole moral en la quema del «año viejo». Equivale, así, a un modo de espantar los fantasmas del pasado. Porque lo pasado puede transmutarse en un peso muerto que estorbe el paso de la vida en el tiempo nuevo.
En mi opinión, el pasado no es todo Historia, a cuyos anales acudimos buscando respuestas certeras, estímulos y ejemplos. El pasado es Historia, y no solo cronología, cuando ha acumulado la perspectiva suficiente para actuar como vasija de la continuidad de la nación y la sociedad. Es decir, cuando proviene de épocas en las que nosotros, los últimos que vivimos, no hemos estado. Porque si hubiésemos estado, todavía el pasado fuera eso: vida que hemos echado atrás y que aún puede limitar el presente.
Digo, pues, que reenfocar nuestros actos —y parejamente modificar nuestro modo de encarar la sociedad, las relaciones, la economía, la política, las leyes— necesita de la hoguera donde echar al «tiempo viejo», que es también aludir, figuradamente, a las personas lastradas por vivencias y reflejos que le impongan hacer ahora lo mismo «que hizo» o «dijo» antes y de la manera «como lo hizo» o «como lo dijo». Todo consiste, en esencia, en una renovación, en un negarse para renacer condicionado por los afanes del presente.
El presente, es, a mi modo de ver, lo primordial. Lo que cuenta. Y lo único válido del pasado inmediato consiste en traer a hoy los mejores ideales de ayer, las conquistas definitivas de ayer, pero vistos desde el mirador de la actualidad para que germinen y permanezcan en el caldo nuevo, en la circunstancia distinta del presente. Por tanto, carece de sentido apedrear las acciones viejas. Ponerse, por ejemplo, a decir que si se hubiera hecho así, o de aquella otra manera… no estuviéramos como estamos… No tengo dudas de que recriminar el pasado con un sistemático reproche nos paraliza y nos separa de las urgencias de la actualidad. En cambio, más que lamentar lo que fue y no resultó provechoso o solo sirvió para un momento, lo más atinado quizá sea tener en cuenta lo erróneo y procurar erradicarlo con visión renovada.
No intento, claro está, componer una jerigonza con el tiempo, sino hallar la forma de explicarme por qué la presencia del pasado en la conciencia de los individuos, solo empezará a modificarse cuando cambien segmentos de la organización y de las reglas en la sociedad, y de modo que, más que a la «jerarquía», a lo que yo represento, me atenga a cuánto podré servir desde la posición que ocupo. Con un punto de vista que excluya el beneficio egoísta o el comportamiento autoritario, el presente comenzará a disponer su reacomodo. Es decir, las convicciones socialistas y la comprensión de que entre nosotros la política se junta a la ética del servir y no al hábito de ser servido, o de servirse, tendrán que beneficiar con su solidaridad la conducta y las palabras de cada uno de nosotros.
Pero, probablemente, para esa transformación no bastará que convirtamos en ceniza el tiempo viejo y su vieja conciencia mediante la reflexión o la persuasión. A la vez que arde el muñeco del «año viejo», habrá que trazar una geometría que haga prosperar las líneas horizontales, para que todos nos sintamos llamados a renacer con la voz de la exigencia, el voto enjuiciador, y la facultad de ser en la patria y servirla como un servicio sagrado sin el cual no se podrá merecer ni honores, ni cargos.
La patria —lo sabemos por Martí— no es solo el suelo donde se apoyan nuestros pies, sino el orden creciente que aspira al mejoramiento humano mediante el poder de la justicia, la honradez, el trabajo, y el predominio de la dignidad inteligente, como rasero de lo bueno que brota sobre los malos reflejos que habrán de fenecer para que el país perviva.