Entre la comunicación, el tránsito, las relaciones familiares, amistosas, laborales y políticas, encuentro una recíproca dependencia. Tal vez los accidentes del tránsito se hayan agravado mundialmente de acuerdo con el aumento de los teléfonos celulares, que suelen temblar en los bolsillos de cualquier receptor cuando usted ocupa las posiciones y ubicaciones menos apropiadas para hablar. Y posiblemente a esos medios también le debamos que nos crucemos con caras cada vez menos proclives a mirar al transeúnte, al vecino o al subordinado con una expresión de cordialidad o simpatía.
Los teléfonos celulares encierran en su liliputiense geometría el cambio de los tiempos, de sus signos y de sus caras. Y en esa transformación vemos la envoltura de la paradoja. Porque lo que se inventó para juntar, resulta que aleja o aísla. Las contestadoras automáticas, por ejemplo, frustran un porcentaje hasta el momento imprecisable de todos los intentos de sintonizar una comunicación telefónica. Detrás de la voz inapelable que le dice a todos por igual que usted se ha comunicado con… —con quién en verdad— y que ahora no lo podemos atender, enseguida lo llamaremos, se amuralla de vez en cuando el egoísmo o el escurridizo cumplimiento de deberes y funciones. Muchos todavía esperamos la promesa de que nos llamen en cuanto puedan los que dejaron sus silencios parapetados tras un ciérrate sésamo de plástico y negatividad.
Cuántos años de soledad nos traerán los celulares y las contestadoras; cuánta sordera generará el negarse oír con la disculpa de que ya lo llamaremos. Sordera y mudez. Y por tanto distancia y categoría. Por supuesto, la técnica es la técnica, como diría un predicador callejero, y otra cosa es otra cosa, como decía la abuela de mi amigo Antonio Moltó. Sin embargo, siendo justos —nadie piense que soy un habitante de las cavernas—, los artilugios de avanzada no deben merecer que en su ficha técnica se les acuse de ser culpables de, en lugar de acercarnos gracias a su capacidad de zancajear por el espacio a velocidades supersónicas, nos distancien y justifiquen nuestra excusa de que aunque no te veo, puedo llamarte cuando me acuerde… Si me acuerdo.
A lo mejor exagero la impresión. Pero uno se va sintiendo solitario en la multitud. Ahorita desaparecerá el piropo encimado al compás de las caderas o los ojos femeninos, y se extinguirá el intercambio de un par de pronósticos entre desconocidos sobre cómo está la cosa, o de lamentos por el calor. El mensaje de texto o el correo electrónico servirán para lo más urgente, barato y banal, mientras olvidamos la letra azul o negra o la voz húmeda de las personas más queridas. ¿No derivarán las calles hacia una condición menos humana y masiva, y caminaremos ensimismados como dentro de un container de psicofármacos? De acuerdo con esos datos, adelantaremos regresando hacia un primitivismo tecnológico.
Hasta la música se restringe como privilegio mío, único, renuente a compartirse con discreción. No me atrevo a enumerar cuantos caminan con los oídos hermetizados por audífonos unipersonales, como clones cultivados sobre un fragmento de autoerotismo mental. Si escucharan a Mozart, a Silvio o a Bocelli, por ejemplo, uno quizá quisiera arrimar la oreja, pero si fuese un reguetón… Sigan, por favor, en su bartolina musical.
La creciente de incomunicación es reductible por ahora a una ecuación: celular más contestadora por mp3: igual a echar de menos los sonidos solidarios, las visitas inesperadas y el «Oigo» compulsado del que —salvo dejarlo sonar arriesgándose a perder, quizá la noticia o el premio de su vida— no tiene más opción que levantar el auricular a cualquier hora y atender la voz que quizá nos importuna para acompañarnos o acompañarse… O para exigirnos, caray, por los asuntos que nos tocan por tal o cual cargo o función, aunque más antiguas que los celulares y las contestadoras, las secretarias o sus versiones masculinas, son a veces centrales digitales intermedias cuya voz nos advierte que el teléfono y sus derivados no funcionan cuando uno no quiere.