Veamos si esta pregunta es obvia: ¿Nos hace falta la bondad? Cualquiera de mis lectores podrá decir que la bondad nos desborda, y por tanto lo que acabo de preguntar carece de sentido. En segundo turno, digo que, como lo creo útil, continuaré preguntando, más bien afirmando: Sí; nos hace falta la bondad.
Tal vez uno de los datos más obvios de la realidad sea el menos obvio. Porque nos hemos habituado a creer que obramos en nombre de la bondad. Y por ello no nos percatamos de que, aunque padecemos de achaques estructurales en nuestra armazón social, la bondad se nos escurre como característica personal. Y cuando me refiero a esta virtud, cuya raíz latina es bonus, bona, bonum —dicho así, como lo exigían mis lecciones de latín adolescente—, aludo a la bondad que ha de permear la conducta política de cuantos nos consideramos revolucionarios.
Es cierto que las actitudes burocráticas provienen, en parte fundamental, de la organización en que los seres humanos actúan. Si las decisiones de este o de aquel adquieren el cartel de inapelables; si quien, atrincherado tras un buró, impunemente distorsiona las leyes según su parecer o sus intereses particulares, y se encarama en una torre de papeles, planillas, acápites, citas, cifras, estadísticas y olvida que no solo de papeles vive el hombre, podremos decir que refleja una estructura rígida, vertical, autoritaria. Pero no siempre la regularidad se encarna en la generalidad. Porque uno topa con este o aquel que sabe moverse, aun dentro de la estrechez, guiado por la bondad, es decir, por la comprensión de que su ejercicio de poder, por pequeño que sea, solo se justifica si sirve a sus conciudadanos.
Ya ven: me voy arrimando a la sartén de lo político. Y en estas circunstancias, es decir, en el actual reacomodo estratégico de la sociedad cubana —que no tiene porqué asemejarse al reajuste de las capas de la tierra y generar un «terremoto»— la bondad, y su afín solidaridad, tienen que mecharse de política constructiva, de política respetuosa y generosa; nutrirse de la convicción de que la justicia a secas no traduce el ideal de la Revolución Cubana. La justicia, para serlo en términos revolucionarios, necesita de la bondad.
Muerdo las teclas para no excederme, ni ser a mi vez injusto. Pero hemos de atizar la sensibilidad, para comprender las necesidades y los riesgos a que el país se expone si, por ejemplo, no recuperamos rápidamente la conciencia jurídica, y empezamos a preservar intactas las leyes de todos los días, que se quiebran por aquí o por allá, con la complicidad de todos nosotros. No hace mucho, pregunté en cierto pueblo por el rastro donde vendían materiales de construcción para que ciudadanos urgidos adquirieran, como se dijo y se estableció, medios para reparar o construir su casa. Entré y pregunté solo para comprobar, y en la oficina —ah, las oficinas, siempre tan limpias y acogedoras— me respondieron que allí se vendió por un tiempo, pero ahora solo los organismos estatales podían comprar. Ah, dije, como preguntando en silencio: ¿Y la gente y sus necesidades? ¿Y la política y su programa? ¿Y la ley y sus conceptos?
Recuerdo con frecuencia unos versos de Bertolt Brecht, poeta comunista alemán, cuyo sentido es como un toque de «atiendan todos»: Ay, nosotros / que quisimos echar los cimientos de la bondad / no supimos también ser bondadosos. No lo digo yo, repito; es texto de un escritor y dramaturgo comunista que, honrando su condición política, encaró la verdad para mejorar la vida del pueblo. En su patria, la difunta RDA, esa frase pudo equivaler a un epitafio. Para nosotros, aún vivos y coleteando en medio del un zarzal de llamas, el texto del poeta es un mandato. Porque si olvidamos que partimos del afán transformador de la Sierra Maestra y de la ética de la bondad de Martí, podríamos perder la orientación y al perderla perdemos los cimientos de la bondad y ganaríamos un epitafio muy desconsolador. Hace unos años, Raúl, en una entrevista, confesó: Los revolucionarios viviremos según viva la Revolución. Si ella muere, moriremos definitivamente.