Las manifestaciones artísticas gremialmente llamadas «cultura» son importantes, y merecen espacio; pero constituyen apenas una parte de la cultura, que es un conjunto mucho mayor: la obra de la humanidad sobre la Tierra. Esa obra no habrá dado sus mejores frutos mientras la especie no logre una existencia armónica, basada en la justicia y en el respeto mutuo entre las personas.
La cultura incluye normas y valores que orientan la conducta, la vida. Se vinculan orgánicamente con la educación y la ética. Mal andaríamos si necesitáramos funcionar como un convento o un ejército, que tienen su naturaleza y sus fines, y sus normas. La sociedad no ha podido prescindir de cárceles, ni se prevé cuándo pudiera hacerlo; pero no ha de volverse una estructura carcelaria.
De ahí la importancia de la cultura como aire placentero y protector para vivir y crecer. Si no es cuestión de gremio, tampoco lo es de contingencias laborales: encarna un reclamo de plenitud. Los animales irracionales mantienen sus «normas», su comportamiento, por mandato genético, por atavismo. Este es también importante en la humanidad; pero ella, que se ufana de ser a la vez negación y cima del reino animal, tiene características y leyes propias.
La humanidad no puede confiarle a la herencia su organización. La sociedad, «no horda», necesita y crea cultura. En la tendencia de los seres humanos a vernos —¿lo seremos?— como «la medida de todas las cosas», se le ha dado el nombre de «propóleos» a la conocida sustancia que generan las abejas melíferas.
Convertido frecuentemente en «propóleo», ese vocablo viene del latín y, a partir del paradigma humano, expresa que la referida sustancia actúa «en pro de la polis»: es decir, de la sociedad. Su función, garantía vital de las abejas como alimento y panacea, es inseparable de la organización con que ellas la producen, y que pudiera considerarse su «disciplina», su «educación» genética.
La humanidad no es un colmenar ni una gran manada, ni debe serlo. Pero si por algo pudiera perecer no sería por incapacidad para producir comida y medicamentos, bienes materiales, sino por no lograr una verdadera cultura de la convivencia. Y la cultura no se reduce a individuos eminentes, y menos aún a los tildados de «culturosos», o «culturetas», ya sea justamente o con un despecho que puede nacer de actitudes incultas, si no anticulturales.
Para un pueblo nada es más vital que la decencia. Si esta palabra está fuera de moda, la relación pensamiento-lenguaje debe convocar a preocupación. Alabar a las llamadas «personalidades» no es más necesario que estimular y conseguir la existencia, en alto grado, de personas decentes (en todos los oficios y profesiones).
Las abejas tienen, cuando más, la posibilidad de adaptarse en puntos como libar una flor u otra, según las que encuentren en su hábitat. Pero no pueden dejar de libar: de ese acto, con el cual contribuyen a la polinización de las plantas, depende la vida de la colmena en su conjunto y de cada uno de sus integrantes.
La humanidad avanza con la transformación, no con el atasco, aunque también necesita conservar, adaptados a los tiempos, valores que recorren épocas. En eso estriba la lucha de dos opuestos inseparables: la renovación, que puede costar grandes esfuerzos y sacrificios, y la tradición, que «se rompe, pero cuesta trabajo», para decirlo recordando una obra de Leo Brouwer.
En ese conflicto pueden requerirse sacudidas violentas, y ninguna lo es más ni más necesaria que las revoluciones. Pero otra cosa sería el caos por pérdida de valores y por ruptura de normas indispensables para la armonía entre las personas. El concepto «marginalidad» cambia según las circunstancias, y merece análisis. Lo ha tenido, y alguno recibirá en otros artículos.
Si toda sociedad engendra su cultura, cabría decir que sus integrantes son inevitablemente cultos. Pero la obra humana puede ser de signo positivo o negativo, y así como de buena y de mala educación, cabe hablar de cultura y de anticultura. Ilustrémoslo escuetamente con estas antípodas: la penicilina y la bomba atómica.
En los estadios y matices que median entre cultura y anticultura, cuenta el desorden social. Sus numerosas variantes —irrespeto, desfachatez, vulgaridad, violación de las reglas de convivencia, indisciplina laboral— dificultan el camino de las virtudes y lo abren a las peores potencialidades del ser humano, que lleva «dentro su angelito y su perro jíbaro», escribió Onelio Jorge Cardoso.
De esa realidad hay entre nosotros señales preocupantes, y sería letal ignorarlas. Sin querer ni poder eludir la observación y las preocupaciones, urge tratar sobre algunas de las señales aludidas, con el deseo de que entre todos y todas hallemos el propóleos espiritual que necesitamos. En ese afán el autor quisiera disfrutar de un auxilio: el diálogo con lectoras y lectores. Va la invitación.