Tal vez me den la razón aceptando que el momento resulta favorable para repasar ciertos lugares comunes de nuestro convivir. Y uno de estos se refiere a que los seres humanos ponemos usualmente en el mañana los propósitos más constructivos y soslayamos que lo básico del ser es existir y persistir en el presente. Porque el aplazamiento es solo una precaria garantía de que mañana habrá continuación.
Quién nos garantiza que veamos el siguiente amanecer. Quién se atreve a asegurar el porvenir. Los deseos no bastan ante la conjunción de decenas de fragmentos imprevistos que siguen al imán que los hala sin que podamos conjurarlo. En este aspecto la sabiduría del refranero prevé una actitud cautelosa: no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
Escribo desde mis fallas. Uno ha tenido que arrepentirse de acciones imperfectas. Y no sé si tendrá que ver con alguna intuición, pero uno presiente que lo hecho —lo mal hecho— ha sido cubierto por la íntima autocrítica del que se reconoce errado. En cambio, lo bueno que uno ha dejado de hacer pesa como el peñón de Gibraltar en medio del mediterráneo de nuestra desolación.
¿Podremos rectificar; habrá tiempo y espacio para recoger las oportunidades perdidas? Hemos de intentarlo. Pero si la economía de una casa, una tienda, una fábrica, un país es asunto de pérdidas, costos, ganancias y no sumas o restas artificiales y gastos irresponsables, la conducta de las personas tiene que transitar también por una especie de contabilidad racionalizada, que no racionada. Y para estar en armonía entre el debe y el haber hemos de actualizarnos constantemente, que es como decir transformarnos, mejorarnos. La puesta al día implica sobre todo un empeño por extinguir la rutina, desarmar los conceptos agotados y limpiar las acciones que resecan nuestra existencia.
Casi, hablando de lo individual, he descrito lo social. Y me ha sido imposible evitarlo, porque no puedo excluir de mi análisis la imbricación ineludible entre el sujeto y su medio. Qué podría sobrevenirnos a cada uno de nosotros si no lo traen los ademanes ajenos que benefician o inutilizan los actos de este o aquel semejante. Me parece que en las presentes circunstancias de Cuba, la estrategia para trascenderlas empieza por admitir la urgencia de la acción, y luego de conocidos los métodos, luchar también desde lo subjetivo por erradicar la mentalidad que estorba cualquier modificación de conceptos. Mentalidad que ninguno de nosotros ignora que se abroquela a veces en la negatividad, el estricto apego a reglas y la indiferencia ante el efecto nocivo de interpretaciones desprovistas de enfoques humanos y, por tanto, revolucionarios.
Hagamos un examen de conciencia. ¿No es verdad que aunque los problemas materiales de Cuba —como se ha dicho hasta la saturación— tienen un ingrediente objetivo, esto es, por encima de nuestra voluntad, también lo subjetivo, lo que proviene de la conciencia, encona nuestras relaciones? Porque uno puede preguntar qué mandato obliga a un administrador a cerrar todas las puertas de un establecimiento menos una, o a un funcionario de la Vivienda a demorar plazos de aplicación de la legalidad; o quién manda a aquel a no responder una queja a tiempo, o a un organismo a incumplir una sentencia de los tribunales para reimplantar el derecho, o a cierta estructura a no rectificar una decisión desafortunada contra un ciudadano, o interpretar tan arbitrariamente los procedimientos de modo que se difunda la intranquilidad o la amargura o se plante la duda sobre la racionalidad de nuestras leyes…
Tal vez, a esa mentalidad, que parece protegida por siete llaves, le resulte escandaloso reconocer la terapéutica fundamental de la autocrítica para comenzar el reajuste entre la conciencia y la realidad. A mi juicio, lo que se decide colectivamente, necesita de la conciliación interior entre lo que una vez hice y lo que ahora debo hacer. Y aunque les parezca una receta, o un diagnóstico del especialista que no soy, o una frase presuntamente antológica, la experiencia confirma que si el paisaje o la teoría se subordinan a la visión particular del que mira o actúa, ya el paisaje no será el que es, y la teoría dejará de ser una guía para la acción del presente.
Me arriesgo, pues, a sostener que ninguna renovación podrá ser efectiva sin comprender cabalmente la necesidad de mejorar. Con lo cual uno empieza a remover el rígido andamiaje interior con que hemos reflejado y reproducido nuestro diario convivir hasta hoy.