Como sucede con todas las ciudades de este mundo nuestro, la verdadera Habana existe en una dimensión casi nunca atrapada en las postales, difícilmente asequible al turista de paso por tratarse de una realidad que se da en pálpitos profundos, tácitos, demasiado apresurados y salvadores.
Para ser francos, hay que decir que lo revelador casi convierte en caricatura a esa mirada nostálgica que acaricia piedras coloniales. Lo revelador trasciende a esas mulatas vestidas con batas blancas y llenas de collares, tabaco en boca, plantadas en alguna esquina de la parte antigua de la ciudad como muñecas.
Lo verdadero quita la gracia a esos carros de los años cincuenta del pasado siglo, reproducidos en miniatura y hasta el delirio en disímiles talleres artesanales, y que se venden como pan caliente. La Habana real está al final de los pasillos estrechos que son gargantas de vecindarios densamente poblados. O en ciertos patios centrales donde se tejen diálogos llenos de imaginación y alboroto.
Lo esencial de esta amada ciudad es la sabiduría de la gente, y una vocación por compartir ese conocimiento. Si no lo cree, salga sin un bolso a la calle, en busca del pan y los alimentos del día. No faltará un «ingeniero del acomodo» que, si le ve angustiado porque sus manos no alcanzan a llevar todo lo encontrado, le dirá cómo hacer: «Agarre esta bolsita que yo le regalo, y ahora enganche los panes de este lado, y debajo del brazo póngase esto otro, y pídale ayuda a Juan o a Pedro cuando le queden metros para abrir su puerta…».
La fibra principal de La Habana también está en los amantes. En la ilusión de las adolescentes que sueñan con un galán todavía no visto. Y en las madres que pasan con sus hijitos colgados del brazo y más de un bolso a cuestas. Está en las mujeres presumidas, bien plantadas, que saben esperar como pocas en este universo, y que a su paso ligero levantan las súplicas y ocurrencias de criollos apostados en las esquinas, o aferrados a las cantinas, o empecinados en hacer fortuna como se hace el algodón de azúcar: de la nada, como quien dice.
La clave son las expresiones preñadas de refranes; o los silencios; o las preguntas; o un lenguaje de gestos que no dejan nada oculto bajo el sol; o miradas que casi siempre van de frente a la mirada del otro; o motivos a veces insustanciales que son usados como rampas de lanzamiento para un festejo.
Lo casi impenetrable, de tan oblicuo, es la ironía y la burla con que el habanero sortea las rachas de la mala suerte. Es una lucha que, quien no la vive, no puede adivinar en todo su despliegue, porque el citadino orgulloso ha tomado de su hermano del campo una frase para camuflar sus dolores: «Estoy bien, dice el reventa’o…».
Claro que La Habana es también su caparazón, o sea, todas esas señales obvias, no tan difíciles de atrapar en el paisaje y que los peregrinos suelen llevarse en sus maletas con la mejor de las intenciones. Pero lo proteico —el tejido blando que conforma la psicología de la ciudad— son los breves incidentes; son los sueños, anunciados o secretos, que nacen todos los días tras los portones y rejas de una urbe abierta a todas las posibilidades de la esperanza.