Como si no bastara la luz que ha traído a los olvidados del Ecuador, la que perturba a los embriagados de tanto mando, ayer Rafael Correa traspasó los umbrales de la inmortalidad solo con su pecho de guerrero. No claudicó, ni negoció su vida a costa del destino de la Patria y el pueblo.
La Revolución Ciudadana se puso a prueba. Quienes bajo el pretexto de unas monedas estallaron de odio, y la emprendieron contra el pueblo y su presidente, eran solo hilos que conducían a una madeja poderosa, esa que siempre se resiste a perder sus holguras cuando alguien pretende, como Dios manda, repartir los panes y los peces.
La trama se repite en espiral. En abril de 2002, las mismas hormonas del odio desataron violencia contra la Revolución Bolivariana. Y el pueblo, siempre el pueblo con su intuición para el bien, rescató a su presidente Hugo Chávez en una noche que ayer tuvo su continuidad, como advertencia para los cancerberos de la Historia.
El 30 de septiembre de 2010, Rafael se ciñó fuerte la correa de la hidalguía y vindicó a Salvador Allende con la misma bravura. Acompañó a Bolívar y a Martí, a tantos irreductibles, en el camino de la bondad y la justicia, que solo se consigue con el coraje.
Ayer un hombre digno y bueno, que lejos de cebarse por las inútiles muertes se entristecía por ellas, cumplía, una vez más, las palabras del indígena aimará Tupac Katari antes que los colonialistas españoles lo desmembraran: «Mañana volveré y seré millones». Temible profecía.