Curso tras curso, si la ocasión se presenta, gusto de dialogar con quienes están a punto de dejar las aulas universitarias, diploma en mano, sobre las competencias, cualidades y actitudes que deberían potenciarse más al iniciar la vida profesional. Diversos criterios afloran, pero siempre se termina coronando a la humildad como una reina sabia y guiadora.
La elección consensuada nada tiene que ver con sospechosa demagogia barata sino, por el contrario, con el enfoque vital, inteligente, de que sin humildad será difícil, diría que imposible, el aprendizaje y el crecimiento en conocimiento, al igual que el enriquecimiento espiritual, un toque que cuando falta torna estéril y vacío todo lo demás. Quien crea que nada le queda por saber, en realidad nunca sabrá nada. Y que hasta las espectaculares precocidades que aparecen se atengan, porque pueden extraviar la ruta sin llegar a puerto alguno.
Si acaso puedo dirigirme con propiedad a quienes toman el rumbo del periodismo, y nunca para aconsejar, que siempre me ha provocado un regusto de altanería etaria, y en su lugar prefiero compartir experiencias. Diálogo con los que llegarán a las redacciones armados de nuevos conceptos profesionales tan necesarios, pero que a su vez tendrán que asirse a la lucidez de exprimir y beber con humildad lo que otros antes forjaron con su destreza e inspiración, incluso los que acometen tareas insospechadamente claves carentes de visibilidad pública. A fin de cuentas a la universidad se va a aprender a seguir aprendiendo, de lo acumulado y reproducido, de la vida misma, y lo creo válido para el resto de las especialidades del nivel superior.
Lo veo como el viaje a Ítaca, del que Cavafis pedía en sus versos: «es mejor que dure muchos años y que ya viejo llegues a la isla, rico de todo lo que hayas ganado en el camino, sin esperar que Ítaca te dé riquezas».
Para los graduados contemporáneos el desafío por delante es múltiple, puesto que no se limita al dominio de sus áreas de acción respectivas, y de que satisfagan la expectativa de inyectar impetuosidad, desenfado e irreverencia renovadora, sino que también ellos se provean de una voluntad personal de hierro para llenar vacíos que arrastran de precedentes eslabones de la enseñanza. Eso si queremos volver a tener los profesionales cultivados que, ocupados en ciencias conversan sobre filosofía, arte y literatura, o los llamados letrados que, por ejemplo, se interesan por los últimos hallazgos de la biología genética y las técnicas agrícolas.
Y a fuer de sincero me atrevo a clamar con urgencia por sacudir la costra de la vulgaridad que lamentablemente gana terreno e invade por doquier cual mala hierba. Vulgaridad que superficialmente se pretende igualar con lo popular, que es un concepto mucho más alto y de mayor alcance. Lo otro, de lo que hay que escapar antes de que nos ahogue y sepulte, parte de una mirada interior empobrecida y mediocre sobre la vida y la sociedad, y sigue con un lenguaje y modales deleznables, con los que con frecuencia tropezamos estupefactos entre quienes pasaron por las aulas universitarias y de quienes uno tiene el derecho de esperar otra imagen.
Humildad para vernos por dentro, para acrecentarnos y cambiar, sabia e irremplazable humildad.