La vida se torna por instantes mohosa, casi rectilínea en su aburrimiento. Uno repite con exactitud los ritos cotidianos, y aguarda por días sublimes, que le encandilen de goce. ¿No será que todo está dispuesto así con sabiduría, para engrandecer los contados momentos de felicidad? ¿Qué seríamos, inflamados de euforia a toda hora? ¿Resistirían nuestros corazones?
La rutina, esa carcoma del alma, agobia mucho más al cazador de historias que, sin más ballesta que su olfato y capacidad de asombro, detecta lo insólito y lo narra con gracia y belleza: el cronista.
De vez en cuando al descubridor de los misterios cotidianos se le reseca el surtidor. Entonces se desata a caminar, a observarlo todo, a conversar a mansalva hasta con desconocidos; a ver si pesca una de esas vivencias que le estremezca y la encofra con magia expresiva, para delicia de sus lectores. Se frustra muchas veces al final porque, como dije un día, la crónica nace raramente y por inspiración; como la cópula de los cocodrilos, que estremece los pantanos solo una época del año.
El cronista, el más entreverado de literatura de todos los reporteros, a priori tiene en su cabeza los más atractivos temas de lo humano y lo divino. Solo falta que se hagan carne y sangre. Es la vida —fecunda hasta el asombro— la que le pone en bandeja las historias, y acciona los sentimientos y sensaciones que él ya lleva muy adentro.
Pero cuando los días no están para sorpresas, y el cronista anda reseco como un solar yermo, ensimismado en sus tragedias y hábitos de apenas existir, no descansa tampoco la imaginación. Es cuando él sueña historias conmovedoras, y espera hasta toda una vida por que se le entrecrucen en el camino los personajes reales que pudieran haberlas vivido de una u otra forma.
Así, aguardo por narrar la saga de un niño campesino desaparecido en los vendavales del ciclón Flora en 1963, y dado por muerto por sus familiares; pero a la vuelta de tantos años él los encontró, rastreando las pistas de sus orígenes. Una crónica estremecedora sería también la de dos hermanos que, en su temprana infancia prisioneros en un campo de concentración en la Alemania nazi y huérfanos, fueron separados por sus captores. Lograron sobrevivir al holocausto, pero nunca supieron uno de otro, hasta que el prodigio de Internet los juntó, ya muy ancianos, uno de ellos a punto de morir.
Otra obsesión para contar es la amorosa tenacidad de un padre que crió solo a su hijo desde los tres meses de nacido, cuando la madre del pequeño los abandonó y desapareció para siempre. O la carta de un enamorado adolescente que demoró en llegar a su destino 60 años, cuando ya la muchacha tenía nietos, pero sin olvidar un solo día, y en silencio, a su único y verdadero amor.
Quizá está más cercana la de una anciana solitaria, que vive acompañada de los personajes de sus lecturas, novelas radiales y televisivas que ocupan su día a día. O la de un equilibrista de circo invalidado por una caída, que asiste a todas las funciones y no se resigna de nostalgias por vencer los riesgos. Y qué decir del relato de una abuela que va describiendo todo lo que ve por la calle a su nieto que es invidente.
Mil motivos acechan al cronista, y esa es su angustia y su dilema: ¿el periodismo o la literatura? ¿Seguir añejando personajes en espera de sus actores reales algún día, o darles vida en la ficción?
El cronista no se amilana, y anda por ahí hurgando la realidad, que muchas veces supera a la ficción. Un remedio para esa angustia sería crear un buzón de melodramas, tragedias y simpáticas historias transidas de la insondable condición humana. Si alguien se entusiasmara a remitirle evidencias, quizá le reafirmaría que la fantasía del cronista es apenas bijol para colorear los grandes misterios y hechizos de la vida.